El país se desangra. Dolor, muerte, luto, cárcel, orfandad. Los vocablos que significan las expresiones más tétricas se han convertido en elementos insustituibles de nuestras conversaciones cotidianas. Estamos aceptando esta escalada violenta y trágica sin concertar los esfuerzos y cambios capaces de comenzar a reducirla hasta su erradicación definitiva. Ante este espeluznante escenario de muertes que se cuentan por horas, la única opción parece ser esperar al día siguiente para repetir las mismas comidillas diarias con nuevas víctimas y victimarios.
No hay aprendizaje social y humano. No hay recapacitación. Es un volver a lo mismo en un ciclo interminable y fatal. Estamos ante un grave malestar. Hemos creado una sociedad violenta, irreflexiva, presuntuosa, banal, exhibicionista, desequilibrada, resentida y extremadamente desigual que ha levantado hasta la cúspide suprema la bandera del “nada me importa”. Da la impresión de que hemos pasado a ser una sociedad dispuesta a despertarse todos los días a recoger, sin mayores sobresaltos, el trágico balance que día a día nos llega a través de diversos medios.
Estamos ante un mal profundo de nuestra sociedad que apenas se deja describir. La familia se desintegra. Las escuelas son laboratorios para la formación de niños y jóvenes violentos. Las calles son espacios para el desparpajo y la arrogancia. El irrespeto es norma que se exhibe de forma constante desde el accionar público.
Nuestro tema favorito es la violencia. Hemos desarrollado una asombrosa capacidad narrativa para contar y compartir episodios violentos. Los saboreamos, les damos matices y colorido como si fueran hazañas que todos debemos emular. Desconocer la ley y burlar las autoridades es un chiste para empezar una reunión de amigos en la que destacamos nuestras habilidades para desacatar toda regla.
Estamos atrapados en una cultura de violencia y parece que no tenemos la voluntad ni el discernimiento para comenzar a promover la paz. Todo parece irremisible e insalvable. Algunos creen que lo único que podemos hacer es adaptarnos a esta sangrienta realidad.
Todo el que sale a la calle lo primero que hace es un ritual previo, se simula irrespetado, atracado, violentado en su integridad física o agredido de diversas formas. En este sentido, aun quienes no salimos en actitud agresiva, prevemos posibilidades de ataques que nos predisponen para lo peor.
Nuestras ciudades duermen bajo manto del miedo, la ira, la venganza, el plan artero y la soberbia que se contiene. No hay paz en la noche, sino odios acumulados que buscan materializarse y convertirse en acciones. El desprecio, los celos, la envidia y todos estos males se potencian en el descanso nocturno para desbordarse con la salida de sol. Hay una sombra de maldad que reposa con el sueño y que desborda todo su poder con el despertar.
Esta cultura de violencia es apabullante y sistémica. Igual se ha tornado en cultura populachera que provoca fascinación y contagio. Entre los jóvenes, especialmente, viene amenizada con música de letras enloquecedoras que les sirve para festejar el “qué me importa”. Se trata de un problema envolvente y complejo que tiene impacto en todo el aparato social y en todos los nichos de la vida colectiva.
La credibilidad pública está en crisis, los acuerdos personales degeneran en conflictos, los acercamientos amorosos en tragedias, el irrespeto y el arrebato son acciones cotidianas a las que nos estamos acostumbrando y a las instancias que pudieran llamar al orden parece que esta locura y este desorden tampoco les importa.
Los matices esperanzadores de las marchas pierden la perspectiva de la realidad y palidecen entre lo impertinente y lo absurdo y los peregrinos ya no llevan peticiones al Palacio porque cualquier rabia que intenta llamar la atención termina en el relajo y la chercha. No existe punto de reflexión, ni paradas que inviten al consejo y a la recapacitación.
Como el profeta Jeremías nadie invita a que nos paremos en los caminos para que nos volvamos al Dios de la justicia y la paz. Mañana cuando salga el sol continuarán muriendo más mujeres víctimas de la violencia, más policías y militares, más ciudadanos, más niños quedarán huérfanos. Habrá más fallas en el sistema de salud que generarán nuevas muertes, más estudiantes desertarán de las escuelas y se estrenarán en actividades delictivas, seguirá habiendo más corrupción y reparto ilegítimo de los bienes públicos.
Las iglesias, las organizaciones comunitarias, las instituciones estatales, los ciudadanos conscientes, todos cuantos podamos entender que no debemos seguir así tenemos que comprometernos con hacer algo, porque lo que está pasando debe importarnos a todos.