La enconada lucha contra la corrupción que se libra desde hace tres años en Brasil, dirigida por un frente derechista y la sociedad civil con apoyo extranjero, ha degenerado en una cacería de brujas, cuya finalidad era el juicio político que ha destituido a la presidenta Dilma Rousseff, que persigue el encarcelamiento del expresidente Luis Inacio Lula Da Silva y que trata de impedir la permanencia en el poder del Partido de los Trabajadores (PT), aliado del gobernante PLD, de Danilo Medina y Leonel Fernández.
Ese esquema propaga la creencia entre los incautos de que las operaciones comerciales realizadas dentro y fuera de Brasil durante la administración Lula, acordadas con los consorcios Petrobras, Odebrecht y Embraer, que vende los Tucano, están signadas por el manto del cohecho o el soborno.
El escándalo sobre la contratación de los aviones Súper Tucano, aprobada por el Congreso hace ocho años, encaja dentro de tal predicamento, y contiene –al margen de cualquier consideración penal, la cual debe investigarse- los ribetes de una campaña internacional bien orquestada entre Brasil y Washington, cuyo objetivo consiste en minar la imagen moral e institucional del Senado, justo cuando Medina inicia su segundo mandato, contexto de profundas reformas.
Después que las pasadas presidencias de Reynaldo Pared y Cristina Lizardo elevaron la reputación de la cámara alta, se hacía imprescindible para sus adversarios poderosos disminuir el control peledeísta y forzarlo a adoptar el camino transaccional con la llamada sociedad civil a la hora de las reformas en ciernes.
Un Congreso desacreditado y una Justicia considerada corrupta arrojan un Poder Ejecutivo vulnerable, presa fácil de la sociedad civil, como en Brasil, porque en los Tucano “no son todos los que están, ni están todos los que son”.
Es la corrupción esgrimida como arma conspirativa.