Lo recuerdo como si fuera ahora. Montado en una camioneta, junto con otros niños como yo, manejada por Chencho, esposo de mi querida y admirada prima hermana Tinín, rumbo a Abreu y Playa Grande, en Río San Juan, a cazar carpinteros, cuando el Gobierno de Joaquín Balaguer, a inicios de los 70 del siglo pasado, pagaba un peso por cada lengua de un carpintero, pájaro que se suponía plaga en ese entonces.
Todo un medio día en esos terribles afanes de los mayores, para regresar después rodeado de una masa de centenares de pájaros muertos y ensangrentados, víctimas de una verdadera masacre. Volví, en shock, tras presenciar aquello que, paradójicamente, cultivaría mi sensibilidad para rechazar visceralmente, años después, los genocidios de animales humanos.
Me viene todo esto a la mente tras leer el precioso ensayo de José Carlos Nazario, La muerte de los lagartos: guerras, genocidio, poder y sujetos autoritarios en la primera década del siglo XX dominicano. Nazario refiere las hazañas del general Cirilo de los Santos (alias Guayubín), el jefe de “Los Carpinteros”, famoso “por su bravura” y se pregunta si Trujillo y Balaguer ordenaron “matar a los pájaros carpinteros buscando borrar del imaginario rural aquellas proezas militares” de la época de los caudillos.
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La tesis de Nazario puede resumirse así: “Un genocidio fue perpetrado entre 1906 y 1909. Se estableció una política sistemática de arrasamiento de zonas completas […] Miles fueron objeto de esta cruel campaña de exterminio y sus métodos atroces”. Así se refiere el autor a “la pacificación” de la “guardia de Mon” (Ramón Cáceres) mediante la cual se enfrentó a los caudillos regionales de la época.
Aunque no concuerdo con la valoración de Nazario del Gobierno de Cáceres, pues pienso que este gobernante contribuyó al desarrollo económico e institucional del país e, incluso, creo que, si no hubiese sido asesinado, es muy posible que nos hubiésemos ahorrado los 31 oprobiosos años de la dictadura de Trujillo, considero que su gran aporte es resaltar la preeminencia del “pensamiento militar”, es decir, “conductas con relación al espacio como entorno”, que son básicamente tres: “destruir, conquistar, neutralizar”.
Este pensamiento militar se remonta a las devastaciones del gobernador español Osorio (1605). Lo dice Pedro Mir en El gran incendio: Osorio y sus ministros ahorcaron a 70 miembros de las familias desalojadas del Noroeste de la Isla Española. Las tierras fueron destruidas e incendiadas “para que no se levantara jamás ni siquiera la tentativa vital de una brizna de yerba”. En palabras del Consejo de Indias: “Que los materiales de las iglesias y edificios que se despoblaren o los hundan en el mar o dispongan de ellos como mejor fuere, de manera que no quede rastro”.
Son las terribles devastaciones de Osorio las que preceden la pacificación de Cáceres y la masacre haitiana de 1937 de Trujillo. Pienso que ellas también explican a esa “gente difícil de matar” que seguía a Desiderio Arias, a esos “gavilleros”, guerrilleros que resistieron en el Este de la isla a los militares invasores estadounidenses (1916-1924), gente que peleaba “de forma ‘salvaje’ sin importar la circunstancia”, la misma gente que valientemente mantuvo nuestra independencia en unas Antillas Mayores subordinadas a los imperios -como Cuba, Puerto Rico, Jamaica y salvo Haití- y que ajustició dictadores como Lilís y Trujillo.