En el año en que la prensa escrita dominicana fue iluminada con la llegada del diario Hoy, éramos un país de bajos ingresos, con una economía muy vulnerable a los choques externos, basada en un modelo económico que reducía las exportaciones a materias primas sin transformación, que sobreprotegía el mercado interno con aranceles que alcanzaban hasta el 200%, que se apoyaba en una estructura tributaria débil que generó presiones sobre el tipo de cambio, lo que dio origen a dos mercados de divisas deficitarios (uno paralelo y otro oficial), y en controles de tasas de interés que dieron origen a un mercado financiero no regulado y a la falta de estímulo a la entrada de inversión extranjera.
Eran tiempos en que se percibían las primeras señales de agotamiento de un modelo (el de sustitución de importaciones) que con el transcurrir de los años se tornó más crítico al generar mayores niveles de desequilibrio macroeconómico y de bajo crecimiento.
La tasa de inflación, que había sido de 7.54% en 1981, subió 20% en 1984 y a 45,3% en 1985, para luego llegar a 13,5% en 1987, a 43,4% en 1988, a 40,7% en 1989, a 50,5% en 1990 y a 47,1% en 1991; mientras que el Producto Interno Bruto (PIB), que había aumentado algo menos del 6 % en 1980, sólo creció 3% en 1981. Iniciaba un década pérdida, la de los años 80, en la que el crecimiento promedio de la economía dominicana apenas llegó al 2.4%.
Tras este largo período de escalada de precios y de pobre crecimiento, con las reformas estructurales de 1992 (sobre todo de la reforma tributaria y arancelaria), se inició un largo período de estabilidad y de alto crecimiento, interrumpido por la crisis bancaria que provocó una inflación de 27,15% en 2003 y de 51,5% en 2004.
A esta crisis contribuyó el retraso en la aprobación del nuevo código monetario y financiero, pues aunque se adelantaron algunas reformas a través de resoluciones de la Junta Monetaria, fue en 2002 cuando finalmente pudo ser convertido en ley a causa de lo empedrado que resultó el camino de la negociación.
Hay algunas cifras que hablan muy elocuentemente de lo que era la economía dominicana en 1981: el PIB corriente sólo llegaba a US$5,907.3 millones y el PIB per cápita corriente apenas alcanzaba los US$ 1.065.2 dólares; los ingresos por turismo sólo sumaban US$206 millones (era la época en que las dudas sobre el éxito del turismo llevaban a algunos a preguntarse: ¿Dónde están los turistas de Miolán? (a Ángel Miolán se le reconoció como el precursor del turismo en el país); las exportaciones de zonas francas sólo llegaban a US$128.2 millones; aunque las exportaciones nacionales alcanzaron en 1981 un récord que pasó mucho tiempo para que se rompiera, fueron apenas de US$1,188 millones, y la inversión extranjera directa no pudo superar los US$ 79 millones (la falta de apetito por invertir en el país era tal que la IED registró un saldo negativo de US$1.4 millones en 1982).
A eso se agregaba que la presión tributaria había tocado fondo, al bajar al 10% del PIB (había sido de 17% en 1975), con el agravante de que más del 37% de los ingresos tributarios eran aportados por impuestos al comercio exterior. La precariedad fiscal provocó que, tras el país no haber tenido una tradición de desequilibrios fiscales durante finales de los años 60 y de gran parte de la década de los 70, la brecha fiscal comenzó a crecer y era financiada, en parte, a través de los nefastos adelantos y redescuentos.
Era claro que, como había reconocido el entonces gobernador del Banco Central, licenciado Carlos Despradel, el sector externo de la economía dominicana “estaba muy próximo al límite de su capacidad de continuar absorbiendo las crecientes presiones que ejercen los aumentos de los medios de pago sin que se produzcan cambios que puedan desestabilizar la economía en su conjunto”.
Esta situación condujo a que el Banco Central se viera obligado en 1981 a aumentar en más de 150 millones de dólares los atrasos en la entrega de divisas para cubrir el pago de cartas de crédito y cobranzas (durante dos meses se produjo un cierre de los servicios bancarios para la apertura de nuevas cartas de crédito), lo que produjo un grave de año a la imagen crediticia del país en los mercados financieros internacionales.
Aunque se hicieron evidentes esfuerzos de las autoridades para contener el gasto público y reducir el déficit fiscal, limitar las importaciones y disminuir el grave desequilibrio externo, y atenuar el incremento de los precios, de los medios de pago y de la deuda externa, los desequilibrios y el bajo crecimiento de la economía se prolongaron y agravaron porque no se tomó a tiempo el toro por los cuernos, cambiando un modelo que tuvo una larga agonía, cambio que vino a ocurrir más de diez años después, con las reformas estructurales que se llevaron a cabo a partir de 1992.