Cambiar es parte fundamental de la humanidad. Vivir en constante evolución nos permite adaptarnos a las circunstancias. Salimos del agua para subir a la rama; bajamos del árbol para entrar a la cueva; abandonamos la piedra para pasar a la rueda; cambiamos la lanza por el fuego; pasamos del papiro a la imprenta, del carbón al fósil, de la fuerza bruta a las máquinas, de la artesanía a la industria, de las señales de humo a los celulares inteligentes.
En este siglo que casi sale del neonato la sociedad ha experimentado avances. Algunas costumbres se fueron y otras llegaron, incluso de una isla a otra. Las mañas experimentan la catarsis que trae lo nuevo y no tan nuevo. Una de las virtudes –si se quiere- de mi generación es que le ha tocado romper con paradigmas criollos muy añejos. Enfrentar el librito impuesto es una tarea que nos toca y la hemos asumido con vehemencia.
La obligación de mi bisabuelo era mantener vivo a sus hijos por las dificultades de la época. La meta de mi abuelo era darle de comer a mi papá para que, por lo menos, no pasara tanta hambre como él. La tarea de mi papá era lograr un techo y bienes moderados para asegurarme estabilidad relativa. Mi generación busca escalar socialmente y brindarle a los hijos la comodidad de tenerlo todo al alcance de las manos, o de un clic.
Lo curioso es que el objetivo de la generación que va subiendo no es nacer, ni comer, ni tener, ni aprender. Su meta es… ser. Están tan vinculados con la tecnología que, poco a poco, van perdiendo la esencia humana y su mundo tangible carece de interés. Para ellos, el ser depende de los likes, de los followers o de los post al día. Se van olvidando de la condición humana para adoptar otras formas de interacción virtuales. La predicción de Wall-e no era tan descabellada después de todo.
Pero la idea no es hacer unboxing de la eGeneration, sino resaltar algunos cambios que mi grupo ha provocado y que, a sinceridad, me regocijan. El primero es el concerniente a la religión; es notoria la ruptura metódica de la fe y se pasó a una creencia realmente espiritual. No se persigue un dogma sin razón, sino que, la mayoría, es consciente de su deidad y la asume por convicción más que por imposición. Creemos porque así lo sentimos, no por tradición.
Lo otro es la aceptación de las diferencias. Ya un tatuaje no es alerta social ni la homosexualidad una blasfemia. Cualquier líder económico, político, artístico o social de mi generación lleva un tatuaje y eso no le resta méritos, contrario a lo que pasaba hace 20 años. La tinta corporal es algo medianamente normal –todavía hay cierta resistencia- y lo mismo pasa con el amor entre iguales. Ser gay lo vemos como parte de la diversidad y no limitamos la calidad humana a eso. “Sí, soy ladrón, pero no soy maricón”, era la defensa de antes, pero ya no más, jamás.
Mi generación también está cambiando la forma de ganarse la vida. En las universidades nos formaron para ser empleados, rendirle pleitesía al empresario y ser lacayos del sistema. Gracias a las oportunidades de la web y el conocimiento en cada esquina, emprender un modelo de negocio es frecuente, aunque no todos tengan éxito perdurable. No hay tanto miedo al fracaso, no vivimos pensando en dedicarle 40 años de sudor y sangre a un tutumpote que al final nos pensiona con dos cheles. Queremos y estamos logrando una estabilidad construida, propia.
También, los millenials tuvimos la suerte de nacer y crecer en la mayor evolución social posmoderna. Pasamos de lo análogo a lo digital, somos inmigrantes digitales que experimentamos la vida sin internet, sin computadoras ni celulares; ahora usamos todo eso con destreza, pero tenemos la ventaja de que podemos vivir sin eso. Los nuevos no. Para nosotros el celular sigue siendo una herramienta, para mi hijo es una extremidad. Si no hay Netflix todavía jugamos dominó, pero los que suben no conciben el mundo sin la web y mi papá nunca se subió a ella. Mi generación es la más completa y la más… frustrada.
¿Cómo frustrada? Sí, justamente por vivir en constante transición nos toca cargar el peso del cambio. La depresión, el estrés, la ansiedad de ser, tener y pertenecer nos mantiene en medio del puente sin saber a cuál lado empujar porque no somos análogos, no somos digitales, no somos ninguna y somos las dos. Es imposible para nosotros estar estáticos, no controlamos mucho los impulsos y vivir en constante probeta parece que es la única vía que tenemos de sentirnos estables. Somos felices haciendo lo que nos apasiona, nada rutinario nos convence.
Mi generación también es multitasking, tiene la facilidad de hacer y vivir de dos o más cosas a la vez. No necesariamente al mismo tiempo porque el cerebro no logra eso –rapidez sí, dualidad no- pero ya dominamos el arte de las multitareas y eso nos permite vivir más que sobrevivir. Tenemos la capacidad de ser periodistas en el día y cocineros en las noches; doctores en la tarde y cocineros por la mañana; comediantes al mediodía y abogados en la tarde.
Pero lo mejor de mi generación es y siempre será la calidad humana. De las tres carencias que pueden darse en el desarrollo –seguridad, afecto y reconocimiento- nos preocupamos por expresar nuestras emociones, ya sea por las redes sociales o face to face. Hemos logrado una nueva paternidad donde el hombre se involucra tanto como la mujer en la crianza del hijo. Pudiéramos pensar que la inestabilidad conyugal tiene la firma milennials, pero no es que somos inestables emocionalmente, sino que ya no sustentamos una relación de pareja en la crianza de uno o más hijos. Comprendimos que ellos solo serán felices si nosotros lo somos.
Los eGeneration tienen una tarea titánica con la reconfirmación del ser o la pérdida de eso. La tecnología facilita la vida, no la sustituye. Entenderlo es vital para perpetuarnos y mientras la reproducción no se haga por una pantalla, esa interacción humana será necesaria para seguir siendo lo que somos. Mi generación desaprendió y está creando sus propios conceptos de felicidad. De nosotros depende que nuestros hijos se sigan ensuciando en el patio y experimenten lo grandioso de ser humanos, de ser personas, de ser y estar en la piel.