Por Franz Flores Castro
Vivimos tiempos convulsos y contradictorios. Por una parte, estamos instalados en una época que recomienda ser políticamente correcto, cuidadoso en el lenguaje de palabras y gestos, porque existen grupos que se hieren o temen ser heridos por una frase, no importa si largamente pensada o dicha al pasar. Como señala Darío Villanueva, la nuestra es la época de “morderse la lengua”, para no pronunciar expresiones que dañen a colectivos, entre ellos, de mujeres, indígenas, personas con discapacidades o animalistas.
Según cuenta Susan Neiman en su libro Izquierda no es woke, una editora alemana que promocionaba un libro con la frase “Este libro te abrirá los ojos” fue atacada porque podía causar sufrimiento a los ciegos; esta misma censura sufrió el poema de una escritora negra solo por estar traducido por un hombre blanco. Hoy los políticos, escritores, intelectuales y hasta los cómicos tiene que ir modulando sus palabras para no herir a quienes creen tener el derecho de señalar con dedo acusador a quien se atreva a cuestionar su real o supuesto “ser”.
Contrariamente a lo anterior, en el mundo de la política cada vez ganan más adeptos los líderes bárbaros e irreflexivos, de lengua suelta y maliciosa, como Donald Trump, Javier Milei y Jair Bolsonaro. El presidente electo de los Estados Unidos mantuvo a lo largo de su última campaña electoral que los latinos eran basura; por su lado, el actual presidente argentino sostuvo que todos los zurdos (izquierdistas) eran una mierda y que habría poco menos que matarlos. Por su parte, Bolsonaro solía referirse a una legisladora diciendo que “no había sido violada por ser muy fea”.
En sus primeros pasos en la actividad política, nadie tomaba en serio a Trump, Milei o Bolsonaro. Eran una suerte de curiosidades pasajeras, personajes esperpénticos y circenses que el tiempo y el buen criterio se encargarían de colocar en el basurero de la historia. Nada de eso pasó: los tres llegaron a la primera magistratura de sus países, bendecidos por el voto, el aplauso y el beneplácito de miles de seguidores. Hoy hemos llegado a la increíble paradoja de que el descriterio, la ignorancia y la intolerancia generan popularidad y respaldo en las urnas.
¿Cómo se explica esta contradicción entre la pretendida nueva etapa cultural donde se debe cuidar lo que se dice con la incontinencia verbal de líderes populistas? A primera vista, los que ocupan cada parcela parecerían distintos. Entre los defensores de lo políticamente correcto podemos ver a líderes de izquierda, defensores del rol del estado en la economía y empáticos con pobres y desheredados. En la otra vereda vemos a personajes de derecha, de tendencia promercado, que reclaman volver a la grandeza real o pasada de la nación.
Empero, también hay parecidos: ambos son retoños de la política de la identidad, que busca no solo redistribución sino reconocimiento de grupos, que solo por ser o proclamarse distintos deben tener derechos exclusivos, distintos y especiales al común de los mortales; también son corrientes políticas que apelan a las emociones en vez de la razón y se niegan a establecer canales mínimos de comunicación con otros colectivos que, por definición, son sus enemigos.
Si bien ya es escandaloso que estas políticas se hayan impuesto, lo es más el tiempo que han tardado en hacerlo. Como nos recuerda John Keane, “construir una democracia es una ardua tarea que puede llevar al menos toda una vida, mientras que su destrucción o democidio es mucho más fácil y puede ocurrir más rápido”. La democracia de América Latina antes de la primera década del siglo XXI no era la mejor ni la esperada, era un cuerpo enfermo con muchas dolencias que reclamaban atención, empero sus supuestos salvadores fueron como un cáncer que terminó por matar las pocas células sanas que había en sus cuerpos políticos y culturales.
Ahora toca reconstruir y recuperar. Pero va a ser un proceso largo y tortuoso que fácilmente nos puede llevar las próximas dos décadas. Este lapso de tiempo puede ser menor si nos damos a la poca practicada tarea de razonar en vez de repetir y de pensar en vez de creer. Como decía Hannah Arendt, en tiempos de oscuridad tenemos el derecho de esperar cierta iluminación.