Uno de los retos de las finanzas gubernamentales de nuestro país radica en el enjambre de subsidios que depende de los aportes de los contribuyentes, subsidios que cubren casi cinco millones de personas y aportan una cantidad impresionante de miles de millones de pesos cada año. Por supuesto, entre quienes reciben estos aportes hay mansos y cimarrones y, además, la tentación del proselitismo político siempre está en acecho. Pero en esencia, estos subsidios o bonos o ayudas, etcétera, responden a necesidades de la franja de la población que ha quedado rezagada en el crecimiento registrado en la sociedad dominicana en la era post Trujillo. Ahora les llaman, en la nueva jerga de los organismos internacionales, la población vulnerable o rezagada. Estos subsidios casi siempre desempeñan roles importantes que benefician al conjunto de la sociedad, sobre todo porque hacen posible el equilibrio indispensable que debe haber en las llamadas sociedades democráticas, equilibrio que actúa como el pistón que evita las crisis y los conflictos sociales. El ideal es que estas ayudas permitan que las personas y familias que las reciben “se encaminen” y logren a avanzar, superar su estado de vulnerabilidad, bien sea por el estudio o por el aprendizaje de un oficio, etcétera. Pero como fuere, la cuestión central para este comentario editorial es el peso económico que estos programas tienen en las finanzas públicas y su corolario de hasta cuándo podrá el Gobierno tener capacidad propia para mantenerlos. Los subsidios son muchos, tantos como 16, según se cuenta en los portales oficiales.
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La otra cuestión es si dispone el Gobierno de estudios pormenorizados que permitan determinar si la cantidad de subsidiados se corresponde con los hogares y las personas vulnerables. Algunos estudios, por ejemplo, han señalado que en por lo menos 10 provincias podrían estarse concediendo bonos y ayudas por encima de las necesidades. Las inquietudes están formuladas.