ÁNGELA PEÑA
A costa de Caperucita se han creado últimamente una infinidad de chistes de doble sentido y en uno de ellos ponen comportamientos y palabras soeces en una respuesta de la chica al entrometido lobo que le pregunta para dónde va. Ante la retahíla de malas palabras el feroz animal sólo atina a exclamar, desalentado, como sorprendido: ¡ay, pero este cuento si ha cambiado!
Fuera de broma, lo mismo puede decirse de estos tiempos en relación con los vividores que se han puesto los hombres dominicanos que se aprovechan de mujeres ingenuas, inseguras, desesperadas, un poco pasadas meridiano o maltratadas y discriminadas por la naturaleza que, para tan sólo aparentar que tienen pareja, acogen con beneplácito a estos becarios. Algunas no entran en ninguna de esa categoría, son bellas y jóvenes, pero también dispuestas a cantearse para permanecer junto a un lumpen ventajista.
Con todo el desparpajo de que fue capaz, un chico de veinticinco años confesaba a la franca que no se casa si no es con una mujer que lo mantenga. Es un joven y exitoso profesional que percibe un salario bastante jugoso, pero ya descubrió que hay un club de sustentadoras dispuestas a esa práctica, y está ahorrando sus cuartos para dar con una que lo mude y cubra sus necesidades.
Una agraciada muchacha, por otro lado, sintió la mayor frustración de su vida cuando le contaron que el que tiene por marido dijo que estaba con ella para vivir bien instalado en su apartamento de divorciada, sin dar un golpe, y otro señor, menos tierno y sin pizca de seductor se jactaba al afirmar, orondo, que no se ven con él las mujeres que no le pagan sus servicios de aposento.
El sorprendente y cada vez más creciente fenómeno se está dando principalmente entre hombres jóvenes. Los mayores de cuarenta años aun conservan la caballerosidad y el orgullo de ser quienes paguen las cuentas y carguen con los gastos del hogar, aun cuando sus esposas trabajan. A lo sumo pueden llegar a dividirse algunos compromisos. Hay, desde luego, esposos de menos edad que son los responsables de todos los gastos de su familia pero viven quejándose de sus consortes porque no hacen aportes metálicos y las desesperan incitándolas a buscar empleo fuera.
Es todo lo contrario de lo que pasaba en otras épocas cuando los maridos se negaban a que sus cónyuges salieran a buscársela. Para eso estaban ellos, decían, reservándoles a ellas el cuidado y la educación de los niños. Pero las mujeres pelearon por ser productivas, participativas, disfrutar de igualdad de derechos y no sólo se pusieron a nivel de los varones, los superaron y la realidad es que casi todas ganan muchísimo más que ellos.
De eso se han aprovechado estos vivos y en parte quizá las mismas mujeres son culpables de esta nueva forma de explotación. Nadie ha dado explicaciones sobre este nuevo ingrediente que se agrega a las relaciones entre mujer y hombre. ¿Por qué los mantienen y les cubren no sólo necesidades elementales sino también sus entretenimientos y gozos? ¿Es por la escasez de ejemplares del sexo masculino? ¿O porque ésta es una forma de dominación femenina? ¿Por las bellas caras de ellos? ¿Porque muchas no tienen autoestima y no descubren que son utilizadas? ¿Por ingenuidad o compasión o porque el ejercicio de chulo que antes era reservado y discreto creció y se hizo público? Los distinguidos psicólogos y sociólogos del país tendrán respuestas porque las mujeres y los hombres de generaciones anteriores están escandalizados, y como el lobo, por el boche de Caperucita, sólo aciertan a exclamar frente a esa rareza: ¡Los tiempos sí han cambiado!