Aunque entre nosotros ande medio secuestrada, la Navidad guarda su fuerza mesiánica. Ella recluta a la exigente tropa infantil: ¡pongan el nacimiento, busquen el arbolito!
Navidad promueve en los corazones una campaña eficaz. Con ella todos votamos contra la noche, colgando de ventanas y balcones lucecitas. Ellas señalan la obra del Mesías: algún día la noche de la corrupción y la violencia serán vencidas.
Las noches navideñas andan sembradas de foquitos, semillitas de la Luz Verdadera para que no nos desanimemos ante tanta mentira. Como Juan, el Bautista, ellas no son la luz, sino testigos de la Luz. Estos días nos convencen de que Dios “hará brotar la justicia”.
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En el Evangelio de hoy (Juan 1, 6-8. 19-28), las cámaras enfocan a Juan el Bautista. Como si el Bautista denunciase algunos figurones y tendencias partidistas mediocres de nuestro patio. Juan habla la verdad con franqueza. Así le respondió a los sacerdotes y funcionarios del templo: “Yo no soy el Mesías”, “no soy Elías”, “tampoco soy el Profeta”. Con Juan, el Bautista, la Navidad nos libera de pretender ser lo que no somos.
En cambio, Juan, el Bautista, se presentó como “la voz que grita en el desierto”.
Sólo se grita en el desierto con la esperanza de ser oído. Ese Jesús Mesías, a quien celebramos en Navidad, oyó todos los gritos y él mismo murió gritando. El Mesías sigue gritando en los que traen una buena noticia para los que sufren; en los que vendan “los corazones desgarrados” y en los que “liberan a los prisioneros” (Isaías 61, 1-2.10-11). Ellos nos anuncian a gritos la Navidad.
Navidad; afina el oído, atiende con el corazón, se oyen gritos en nuestro desierto, porque el Señor “se acuerda de su misericordia”.