Marcio Veloz Maggiolo El último patriarca

Marcio Veloz Maggiolo                    El último patriarca

País/Entrevista a Marcio Veloz Maggiolo escritor, arqueólogo y antropólogo dominicano. Autor prolífico, tanto de temas académicos como literarios, ha sido traducido al alemán, inglés, italiano y francés. Hoy/ Fotos Josué Grullón 11-08-2014

Después de Bosch, Balaguer, Manuel Rueda, Pedro Mir y Fernández Spencer, nadie osó escamotearle a Marcio Veloz Maggiolo su “jefatura intelectual” en el país, como se solía decir que ejerció Octavio Paz, en México, mientras vivió.

Como novelista, Veloz fue un mandarín, el último patriarca literario, el que practicó la escritura novelesca con más ahínco, empeño y tesón.

Podría decirse, sin temor a dudas, que fue un “novelista de raza” –como se dijo de Balzac.

Marcio Veloz tenía una vocación obsesiva, tras la búsqueda de la “novela perfecta”, que lo llevó a explorar en la invención de tipologías de novelas, a partir de su experiencia de arqueólogo: arqueo-novela o proto-novela, las subtituló (Materia prima, De abril en adelante, por ejemplo).

Se formó en filosofía en la Universidad de Santo Domingo, de donde procede, acaso, la antropología filosófica, que subyace en muchos de sus ensayos culturales, en la indagación de una arqueología de la identidad dominicana.

Desafió fronteras literarias, buscando caminos de expresión, lenguajes, facetas creativas, con que se inventaba y reinventaba, para tomar aire de renovación, y así iluminar territorios del intelecto y de la imaginación. Por eso perteneció –por derecho propio– a un linaje de hombre renacentista, a un escritor con vocación variopinta, cuya versatilidad expresiva, lo condujo a dejar huellas y legados estimulantes y desafiantes para las presentes generaciones.

A juzgar por la publicación de su primer libro, pertenece a la Generación del 50 -como le gustaba denominarse–. Nació como casi todos los novelistas, como poeta, con la publicación de El sol y las cosas (1957), de inspiración cristiana.

Y esa faceta teológica se prolongará con el nacimiento del novelista, en 1960, y la publicación de El buen ladrón, y Judas y otros relatos sobre temas bíblicos (1962), bajo el influjo de Par Lagerkvist (lo confesó), y que corresponde a una misma trilogía bíblica (pues Ramón Emilio Reyes, publicaría El testimonio, en 1961, y Carlos Esteban Deive, Magdalena, en 1964).

Quizás la faceta del narrador de temas bíblicos haya que buscarla en la influencia de su madre evangélica y padre católico, don Francisco Veloz Molina, también escritor, y autor de las crónicas urbanas tituladas La Misericordia y sus contornos: narración de la vida y costumbres de la vieja ciudad de Santo Domingo de Guzmán (1894-1916), como también de su tía Livia Veloz, poetisa y feminista, autora de Historia del feminismo en la República Dominicana (1977) y de la novela póstuma Ojos entreabiertos (1992). Como se colige, ambos ejercerían notable influencia en Marcio Veloz.

La condición de cronista acaso la heredó de su padre, y cuya teoría de la memoria la aplica como “memoria fermentada” (En La memoria fermentada: ensayos bio-literarios, 2000), en sus artículos de sabor antropológico, en los que recrea y recuerda escenas, personajes, anécdotas y hechos de la vida cotidiana, con elefantiásica memoria –como Funes, el personaje de Borges–, de su barrio Villa Francisca. También en muchas de sus novelas como Ritos de cabaret, Uña y carne o Materia prima, y en las que, además, el bolero participa como telón de fondo de la acción narrativa.

O la intrahistoria de la era de Trujillo, que narra desde su memoria infantil y adolescente. En Trujillo, Villa Francisca y otros fantasmas (Premio Feria del Libro 1997), reúne, en una misma atmósfera imaginaria, vidas vividas y vidas recreadas, donde su barrio es el protagonista y el motivo de no pocos de sus artículos, relatos y novelas, en una suerte de autobiografía o memoria.

Villa Francisca fue, pues, el fantasma de sus obsesiones narrativas, el impulso creador y la “materia prima” de sus argumentos de ficciones, es decir, el centro de gravedad, que determinó la génesis de muchas de sus sagas narrativas.

Después de sus estudios de arqueología e historia precolombina en España, nace el investigador, el académico, el historiador y el ensayista, de temas arqueológicos y antropológicos, con Arqueología prehistórica de Santo Domingo y Cultura, teatro y relatos en Santo Domingo (ambos de 1972).

Estos ensayos marcarían el derrotero de su condición intelectual, del crítico literario, del ensayista de erudición—y que también serían esenciales, en la creación del marco histórico y el sustrato antropológico de algunas de sus novelas, en su meteórica carrera de novelista.

Muchos de sus ensayos, de antropología cultural, vinieron a darle fundamento teórico a su concepción del mestizaje y la identidad dominicana, desde una conciencia histórico-crítica del descubrimiento, la conquista y la colonización de la isla. Sus aportes, en ese sentido, son de invaluable importancia a la hora de crear las bases de los estudios culturales del Caribe y de la República Dominicana.

En Marcio Veloz se conjugaron, en una simbiosis lúdica, la ciencia y el arte, la investigación y la creación literaria.

El científico y el escritor, el artista y el intelectual borraron los límites y los bordes de las profesiones y las disciplinas. Así pues, su obra de investigación caminó a la par con su obra de ficción, en las que dialogan lo literario y lo científico, la mentalidad arqueológica y la mentalidad ficcional.

A esta estirpe pertenecen novelistas como el peruano José María Arguedas, autor de Los ríos profundos (1958), y el cubano Miguel Barnet, de Biografía de un cimarrón (1966), novelistas testimoniales, compañeros del mismo viaje de Veloz Maggiolo, en lo atinente a escribir novelas documentales, antropológicas, desde la experiencia del narrador testigo real, del explorador, aventurero o buscador de los tesoros del pasado mágico, sagrado, misterioso y arqueológico.

Si bien Marcio Veloz Maggiolo cultivó todos los géneros literarios, algunos los abandonó, y otros los aplazó. Sin embargo, no fue así su práctica novelesca, la cual desarrolló con constancia y perseverancia: tenía la convicción de que el novelista debía terminar una novela y enseguida iniciar la siguiente. Me consta, pues oí decirle a un amigo novelista, cuando publicó su primera novela: “Empieza la otra”. Así era su poética narrativa, y de apasionado en su oficio de “escribidor” de novelas.

Y de inagotables sus temas y sus técnicas. Abandonó el teatro (solo escribió una pieza teatral), el microrrelato y aun el cuento, nunca la novela ni el ensayo, ni el artículo periodístico.

Hombre de espíritu clásico, pero anclado en la contemporaneidad, meditabundo y callado, de largos silencios, austera sonrisa y sabiduría bien administrada, y curada de vanidad, don Marcio, con los años y la viudez, se volvió más espiritual.

Siempre que lo visitaba lo notaba menos agnóstico, más creyente, y con un sentido del tiempo y una visión de la muerte, que usaba como materiales temáticos para sus artículos semanales y sus novelas.

Oírlo era como consultar una biblioteca viva, conocer la memoria de un hombre que pasa balance a su vida, y con una convicción de administrar el tiempo, ya no tanto para leer sino para escribir.

Se le notaba prisa por escribir y contar acontecimientos e historias, que aún le faltaban por narrar, y novelas por escribir. Parecía un autor que nació para escribir novelas, y buscar un tiempo perdido, y capitalizarlo para ponerlo al servicio de su empresa novelesca, y de sus nuevos proyectos narrativos.

Era una especie de Balzac criollo, que estaba escribiendo una saga interminable, producto de su memoria infinita, pródiga y fecunda.

Oírlo era como consultar una biblioteca viva, conocer la memoria de un hombre que pasa balance a su vida, y con una convicción de administrar el tiempo, ya no tanto para leer sino para escribir.

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