La noche del 24 de abril de 1965, la Academia Militar Batalla de las Carreras se encontraba rodeada por un batallón de infantería del Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas (CEFA). Sin entender la razón de tal despliegue, unos cadetes observaban atónitos desde los ventanales del edificio. Los instructores militares, y los demás oficiales que prestaban servicios en ese recinto, sí estaban enterados de lo que estaba ocurriendo en los campamentos 16 de Agosto y 27 de Febrero, situados a considerables distancias del lugar donde se encontraban; pero se mostraban desconfiados e indecisos, sin saber qué hacer, ni cuáles medidas tomar.
El cadete de tercer año José del Carmen Paulino Polanco se encontraba en su habitación estudiando una lección de artillería. Después de una breve pausa, el joven aspirante a oficial tomó del armario donde guardaba sus pertenencias su pequeño radio de transistores antes de dirigirse al gimnasio de la Academia. Quería estar solo sin que nadie lo importunara. Una vez allí, sintonizó la emisora Radio Comercial y escuchó una voz conocida que decía “Cadete de la Academia Militar Batalla de Las Carreras únete al movimiento reivindicador constitucionalista. Te habla tu antiguo comandante. Únete a tus hermanos y rompe con el monstruo de San Isidro”. Era la voz del capitán Héctor Lachapelle Díaz. Enterado de lo que sucedía, el cadete Paulino se puso en contacto con los demás compañeros de su promoción. Entre todos acordaron reunirse con el subdirector de la Academia, el mayor Juan Oscar Contín Curiel, con el propósito de manifestarle al alto oficial su disposición de unirse a la causa constitucionalista.
El alto oficial les prometió conversar con los demás oficiales que prestaban servicios en la Academia en torno a dicha cuestión. Cadetes y oficiales no tardaron en ponerse de acuerdo. En efecto, so pretexto de fortalecer la defensa del recinto, a las cinco horas del día siguiente, 26 de abril, un batallón de cadetes, espaciados en tres camiones bajo el mando del capitán Yege Arismendi, atravesó el cerco tendido días antes dirigiéndose hacia el este, con destino a la ciudad de San Pedro de Macorís. Una vez allí, el batallón de cadete tomó la fortaleza México sin encontrar resistencia de los llamados a defenderla; cavaron trincheras y colocaron sacos de arena en puntos nodales de esa ciudad oriental. El 27 de abril, aviones procedentes de la Base Aérea de San Isidro bombardearon sus posiciones. Varios cadetes resultaron heridos. Cuando los ataques de la aviación wesinista cesaron, el mayor Contín Curiel se puso en contacto con las guarniciones del El Seybo y La Romana con el propósito de recabar el apoyo de estos a la causa constitucionalista, sin lograrlo. La situación del batallón de cadetes se tornó delicada. Tenían tropas enemigas en el frente y delante. No se desanimaron. Decidieron jugarse su última carta: la de girar hacia el noreste, atravesando la bahía de Samaná, recorriendo las ciudades de Sánchez y San Francisco de Macorís, y, desde allí, dirigirse a la ciudad de Santo Domingo en poder de los constitucionalistas. De una fuerza inicial de 165 cadetes y 14 oficiales, al final, después de tres días de combate, sólo quedaron 94 cadetes y 9 oficiales. El resto había desertado. Desafortunadamente, después de realizar la proeza de llegar a la ciudad Capital, cruzando la avenida México, el batallón de cadetes cayó en una emboscada que le tendió el Cuerpo de Ayudantes Militares, secundado por soldados yanquis.
Todos fueron hecho prisioneros y trasladados a la Base Aérea de San Isidro, donde los cadetes guardaron prisión hasta finales de mayo de 1965, cuando fueron puestos en libertad por el general Wessin y Wessin con motivo de la celebración del Día de las Madres, bajo la promesa de que permanecieran recluidos en sus hogares hasta el final del conflicto; promesa esta que sólo cumplieron algunos de los cadetes liberados. Los oficiales no tuvieron esa suerte. Todos fueron encerrados en el penal de La Victoria, y allí permanecieron hasta finalizada la guerra.
El 26 de abril de 1965, los aviones de San Isidro reanudaron sus ataques al Palacio Nacional y a los destacamentos militares en poder de los constitucionalistas, quienes contraatacaban con cañones y ametralladoras antiaéreas. En la ciudad de Santo Domingo no había más que histeria y una espantosa carnicería. La gente corría despavorida. Los ladridos de los perros callejeros se mezclaban con los gritos de los soldados y con las voces de mando de los oficiales. Personas consideradas enemigas de la causa constitucionalista eran detenidas por las turbas y linchadas en plena calle. La situación era de muerte y de caos generalizado. Los agentes del orden público permanecían encerrados en sus respectivos recintos ofertando una neutralidad imposible de sostener. Ciudadanos extranjeros residentes o no en el país clamaban ante sus respectivas representaciones diplomáticas su pronta salida al exterior, en momentos en que el conflicto tomaba un nuevo giro, esa vez favorable a los generales golpistas de San Isidro. La Marina de Guerra, que hasta entonces había permanecido apoyada a la legalidad, de repente le dio la espalda a los constitucionalistas. Alrededor de las dos de la tarde de ese mismo día, una flotilla integrada por dos fragatas y una corbeta apostada frente al malecón de Santo Domingo comenzó a bombardear el Palacio Nacional. Un regimiento de tropas blindadas del Ejército Nacional, reforzadas con unidades blindadas, comandada por el general golpista Montás Guerrero, avanzaba desde San Cristóbal hacia el Este con el propósito de atacar el flanco occidental de las posiciones constitucionalistas.
En los barrios de la ciudad de Santo Domingo imperaba un estado de desmoralización acorde con esos reveses. Podían observarse caravanas de vehículos de gentes que abandonaban la Capital en busca de refugios en lugares seguros del interior del país. Rafael Molina Ureña, José Francisco Peña Gómez, Martínez Francisco y otros altos dirigentes políticos habían buscado refugio en embajadas extranjeras. Las columnas de soldados constitucionalistas que venían conteniendo el avance de las unidades blindadas de San Isidro estaban deshechas; y de la compañía de artillería del Ejército constitucionalista apostada en la margen occidental del río Ozama sólo unos pocos de sus integrantes estaban en condiciones de seguir combatiendo. En los mandos constitucionalistas imperaba el desconcierto que sólo suplía el entusiasmo y la fe en la victoria de sus mejores hombres. Cientos de soldados y decenas de oficiales constitucionalistas habían desertado y estaban en camino de regreso a sus hogares o procurando asilo en embajadas extranjeras. La noche del 26 de abril de 1965, varios tanques AMX de fabricación francesa procedente de la Base Aérea de San Isidro habían cruzado el puente Duarte.
Parecía que nadie podía detenerlos en su avance hacia el centro de la ciudad de Santo Domingo. Afortunadamente, los oficiales constitucionalistas más decididos pasaron esa noche contactando las menguadas fuerzas existentes; impartiendo órdenes; designando nuevos mandos en reemplazo de los desertores, y situando las unidades mejor organizadas en los puestos de mayor peligro.
En momentos en que los mandos militares constitucionalistas tomaban esas y otras medidas, cientos de civiles, en su mayoría pertenecientes a partidos de izquierda, marchaban hacia el puente Duarte decididos a combatir hasta el final junto a los soldados constitucionalistas. La colaboración y la disposición de estos a la lucha y al sacrificio por la causa que alegaban defender no tardaron en manifestarse. El glorioso cuerpo de ejército constitucionalista, con Caamaño, Montes Arache, Lachapelle, Noguera, Sención y otros oficiales a la cabeza, de nuevo se mostraba dispuesto para el combate.