Es irremediable, desde antes de la tiranía existe la afición. El esfuerzo por encubrirla no es permanente. Al menor descuido asoma, no importa los ensayos de corrección política. Encanta el lance viril de la violencia, aunque sea a hurtadillas, con balbuceos cómplices se comentan las hazañas de los bravucones. Unos son grotescos, otros tienen la fineza de la estirpe, lavan sus manos, como en tiempo de covid 19, para que la sangre no manche. Desde el guapetón de esquina hasta el asesino con caqui, desde el portador del puñal en la gallera hasta el gatillero con flux, pervive la admiración. El asesinato de “La Soga” creador de un “Escuadrón de la Muerte” provoca la reflexión, el recuento para exponer pudores y acotejo. El exteniente de la PN era temido, también amado, con su prontuario a cuestas no como cruz sino como orgullo. Vivía tranquilo en un vecindario que lo exhibía como guardián. Los asesinos nuestros que fascinan no se gestan en la marginalidad, nacen en cualquier espacio y el mismo los aúpa. Algunos son simpáticos y dicharacheros otros horripilan a primera vista. “La Soga” es todos los anteriores y los que existen. Es la violencia como bachata cotidiana. Aquí hay matones con doctorados y verbo, los hubo con curules y colusión, los hay con metralletas para esconder la villanía. La narrativa consiste en atribuir los crímenes solo al uniforme y a la carencia. Y esos que circunscriben la violencia a los agentes del orden los usan para tapar sus miedos y mostrarlos como pitbulls con hambre. Johnny Abbes, Clodoveo, Ludovino, Fiallo, Fausto, Pechito, Ramfis, Chichí Bolón, Macorís, “el coyote”, Everzt Fournier, solo son prototipos. “La Soga” también es el nombre de aquellos generales autores de crímenes cuya mención espantaba. Es el nombre de tantos civiles con proclamas de paz a quienes les molesta más la prevaricación, cuando no son partícipes, que los asesinatos. Brian J. Bosch, en su libro “Balaguer y los militares dominicanos”(Fundación Cultural Dominicana 2010) expone las miserias y el poder de la jerarquía militar de entonces. El matar como estrategia, sin vergüenza ni consecuencias, el honor de haber sido ejecutor. Es un lastre que no pesa y permite portada en revista social y elogios a la parentela, desde el siglo pasado hasta hoy.
“El flanco débil de la región es la violencia, el crimen y la inseguridad”, afirmaba el director regional para América Latina y el Caribe del PNUD en la presentación del Informe Regional de Desarrollo Humano -2014- y antes de la pandemia así era. El descuido en las agendas cívicas, porque le pautan otros temas, incide en la exaltación de los matones. Si comparten estrategias las oenegés los asume como próceres. En el 1987, la Fundación de Héroes de Constanza, Maimón y Estero Hondo logró la autorización para excavar en los terrenos de la Base Aérea de San Isidro, con el propósito de encontrar los restos de los expedicionarios torturados y asesinados en el lugar, después de su captura. Indicios más que suficientes tenían los familiares para solicitar la búsqueda y honrar los despojos de esa legión que vino dispuesta a “destruir el yugo de la opresión y la barbarie”. Pasaban los días sin resultado. No había desesperación, pero sí interés, la oportunidad concedida por el presidente Balaguer no debía desperdiciarse. Cuando la búsqueda parecía infructuosa, alguien propuso una opción y mencionó el nombre de un militar. Ninguno titubeó, todos conocían el talante del personaje, a pesar de sus arrebatos artísticos y académicos. El hombre no se sorprendió cuando fue requerido, más bien acudió gustoso. De inmediato señaló el sitio donde debían excavar. Él había sido uno de los asesinos. En el sitio señalado encontraron las osamentas de 67 expedicionarios, analizadas por el antropólogo Luna Calderón para comprobar las torturas, previas a los disparos. El informante tomó café y salió feliz, sin culpa ni arrepentimiento. Como él, decenas viven tranquilos. Son esos matones que fascinan y descubren la hipocresía de las proclamas éticas.