Una mayoría electoral adquiere carácter de utilidad en la medida que es capaz de alcanzar la victoria. Por eso, reducir la condición al sentido de representación democrática sin alcanzar el poder o retenerlo, es un ejercicio insustancial. No es ser mayoría sino demostrarlo en el terreno de los hechos. Aunque tal condición no puede ser sinónimo de atropello y desconocimiento de las minorías. En España, los miembros del Partido Popular no lograron alzarse con el asiento principal del Palacio de la Moncloa. Lo cierto es que las habilidades de Pedro Sánchez orquestaron una victoria emblemática. Y la principal lectura del ascenso de Donald Trump estuvo asociada con una irónica interpretación del voto popular dentro del sistema electoral estadounidense, caracterizado por una Hillary Clinton con muchas simpatías, pero sin conseguir la presidencia. Aquí, con una alta dosis de fraudes, el PRSC acuñó la frase de saber ganar porque burlaba las normas de transparencia y éticas, impidiendo que la fuerza adversa demostrara su vocación truculenta. Jugar al hecho cumplido, profundizando la escasa destreza de los que se reputan con mayor arraigo popular se está constituyendo en el dolor de cabeza de procesos donde la formalidad podría darle ribetes de triunfadores al ejército de habilidosos que se alzan con el santo y la limosna. El arte de gobernar sin mayoría revienta cualquier noción de legitimidad democrática. Y así se estructuran representantes como resultado de engañifas parecidas a los jugadores de béisbol capaces de calificarse de vencedores, teniendo de antemano al pitcher, catcher y arbitrarios. Los partidos mayoritarios se afanan tanto en controlar instancias profesionales sin detenerse en los niveles de contaminación que provocan, dándole un barniz de lucha titánica que confunde la escena electoral nacional con escenarios específicos, casi siempre, fuente de sobrevivencia económica de los más astutos y divorciados de los intereses reales que dicen defender. Una fuerza opositora siempre tendrá como estrategia generar la sensación de inutilidad de sus adversarios. Ahora bien, siempre será riesgoso que la percepción se traduzca en realidad.
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Lo cierto es que la inutilidad de una mayoría recae sobre aquellos que no poseen las capacidades ni el talento de expresar su sentido victorioso en los tramos básicos de las refriegas democráticas. Y en la política resulta crucial ser mayoría, pero fundamentalmente demostrarlo en los escenarios de la competencia. Al final, una mayoría se torna poco útil desde el momento en que no hace evidente su superioridad aritmética en el terreno de los hechos.