Joaquín Argente escribió en el año 2006 un pequeño libro que se titula: “Me doy permiso”. En este texto el autor invita a hacer introspecciones profundas a fin de que aligeremos la carga en el camino de nuestras vidas.
Esta pequeña, enfática y motivadora obra contiene un conjunto de breves notas sobre la vida cotidiana; y lo que es más importante, nos invita a abordarlas de diferentes perspectivas.
Argente, de manera sencilla y directa nos regala sus conocimientos, pero, ante todo, su sabiduría, para que brindarnos la oportunidad de hacer una reconciliación con nuestras propias emociones, muchas de ellas ocultas y sepultadas por el tiempo y el olvido.
Nos invita, a través de sus sabias palabras a romper con nuestras corazas protectoras.
En este domingo temprano en que escribo este Encuentro, me doy permiso para abandonarme en el tiempo sin tiempo; para olvidarme de mis preocupaciones sociales e intelectuales; solo quiero sentarme en mi mecedora favorita, balancearme con los recuerdos, con mis sentimientos reprimidos.
Tan solo deseo hacer conciencia ¡una vez más! de que soy humana, finita, minúscula en el universo, vulnerable y llena de infinitas inquietudes y múltiples deseos inconclusos.
La semana pasada no pude escribir este Encuentros que tanto amo. Mis dedos se resistieron a escribir. Mi alma sentía, pero era incapaz de traducirlos en palabras. Me senté inmóvil frente a mi computadora y solo atiné a escribir la palabra ENCUENTROS.
Después, aunque tenía títulos y temas, investigaciones preliminares hechas, ideas sueltas escritas sobre mi libreta roja de apuntes, no podía escribir.
Me di permiso para no ser lo que se espera de mí: la mujer cumplidora. Me di el permiso de NO SER, de sencillamente EXISTIR. Dejé que transcurriera el tiempo haciendo nada, observando las cuatro paredes de mi entorno, el ir y venir de Rafael preguntándome cómo me sentía, pues estaba extrañado de mi pasividad.
Puse atención a los sonidos que llegaban hasta mí. El carro imprudente que pasaba sin pensar que lo hacía en un barrio residencial.
El vecino que sin querer o no, no lo sé, cerró tan duro la puerta que me espantó. Los niños del otro lado gritando de alegría o llorando por una réplica represiva de sus padres. Escuché el sonido del viento.
Salí a la terraza del segundo piso para mirar plácidamente el atardecer, y con ese maravilloso regalo del día, olvidar el dolor que tanto me molestaba y que reclamaba atención inmediata.
Me observé en el espejo, y me di cuenta de que ya comienzan a figurarse en mi rostro y en mi cuerpo los 65 años que llevo a cuestas.
Quizás el dolor acentuaba las comisuras de mi rostro, quizás en la vorágine de escribir y preparar conferencias y artículos, no me percaté que los días, los meses y los años transcurrían y dejaban sus huellas en esta mujer que todavía siente un espíritu joven, con ganas de seguir aprendiendo cosas nuevas.
Me di el permiso de no escribir mi Encuentro. Hice conciencia entonces de que mi alma había sido doblegada por mi cuerpo, que sufría un dolor físico intenso, producto de una intervención quirúrgica en ambas rodillas.
Y ante el sufrimiento impuesto, me di permiso para sentirme vulnerable; reconocerme humana y débil. Decidí que no podía escribir. Cerré la computadora y le envié un escueto mensaje a mi querido Bienvenido Álvarez Vega.
Estos días sometida a la limitación física, a la necesidad impuesta de necesitar ayuda para realizar la mínima tarea, me di permiso muchos permisos. Permiso de no obligarme a hacer lo que mi alma se negase.
A veces siento que ya con los años vividos, me he ganado el privilegio de decir lo que pienso y hacer lo que quiero, siempre y cuando no perjudique a nadie.
Me di permiso para la inacción, la inmovilidad, la desidia y la desgana. Me pregunté ¿por qué sentirme culpable de no tener las fuerzas para escribir las mil palabras de mis Encuentros? Entonces me convencí de que tenía derecho de darme ese permiso de dejarme llevar por el alma y abandonar un momento a la razón, que se asomaba sospechosa en mi inacción, queriendo hacerme culpable.
La vencí a duras penas, a la racionalidad que habita en mí. La convencí de que la culpabilidad por no escribir el Encuentro prometido sobre la historia no era un pecado.
Tuve que explicarle que mi alma estaba llena de congoja, sobrecogida por el dolor físico que me embargaba. Le dije, le repetí varias veces, que a veces es bueno darse permisos, y que el NO HACER es también liberador.
Tuve que convencerla de que los artículos acerca de la importancia de la historia podían esperar tiempos mejores, pues no había ninguna urgencia.
Me di permiso de no hacer algo que tanto amo, como es escribir estas casi mil palabras cada semana. Me di permiso para sentirme humana, vulnerable, finita…
Y, así, en medio de mi dolor, me sentí feliz de dejar a mi conciencia y mi racionalidad abandonadas por unas horas, para simplemente SER y sentir. Nos vemos en la próxima.