Soy el que sabe que no es menos vano
que el vano observador que en el espejo
de silencio y cristal sigue el reflejo
o el cuerpo (da lo mismo) del hermano.
Soy, tácitos amigos, el que sabe
que no hay otra venganza que el olvido
ni otro perdón. Un dios ha concedido
al odio humano esta curiosa llave.
Soy el que pese a tan ilustres modos
de errar, no ha descifrado el laberinto
singular y plural, arduo y distinto,
del tiempo, que es uno y es de todos.
Soy el que es nadie, el que no fue una espada
en la guerra. Soy eco, olvido, nada.
Jorge Luis Borges, Soy.
Soy el que sabe que no es menos vano
que el vano observador que en el espejo
de silencio y cristal sigue el reflejo
o el cuerpo (da lo mismo) del hermano.
Soy, tácitos amigos, el que sabe
que no hay otra venganza que el olvido
ni otro perdón. Un dios ha concedido
al odio humano esta curiosa llave.
Soy el que pese a tan ilustres modos
de errar, no ha descifrado el laberinto
singular y plural, arduo y distinto,
del tiempo, que es uno y es de todos.
Soy el que es nadie, el que no fue una espada
en la guerra. Soy eco, olvido, nada. Jorge Luis Borges, Soy.
Escribo estas líneas después de la resaca existencial y física del paso del huracán Fiona. Como antes, como siempre, estos fenómenos desnudan con crueldad nuestras miserias. Abatida de evidenciar que los mismos de siempre, los desarraigados de todo, los que poco o nada tienen, constituyen la mayoría de las víctimas. El agua que bendice la tierra se vengó con saña y provocó daños incalculables en el Este y Nordeste de nuestro país. Un huracán categoría 1 azotó estas regiones. Pero mientras estábamos atentos al paso del fenómeno en el Puerto Rico devastado una vez más, nos enteramos de que México había sufrido un terremoto de 7.6; y que en Japón pasaba un tifón espectacularmente destructor. Ya hace unos días que todo esto ocurrió. Y ahora es que sufrimos las secuelas.
Después de ver mirar impotente la caída de la lluvia, sin deseos de leer, ni escribir nada, solo de pensar, de reflexionar, hice una autocrítica a mis propias convicciones. Hace varios años escribí una larga serie de artículos partiendo de varias preguntas: ¿El ser humano nace bueno? ¿Es la sociedad que lo corrompe? ¿Acaso tenían razón los pensadores de que el ser humano es malo por naturaleza? En esa oportunidad, hice un recorrido histórico, partiendo de los clásicos griegos: Platón, Sócrates y Aristóteles, que no fueron muy explícitos y no calmaron mi ansiedad ni contestaron mis preguntas. Solo el concepto del Thymos como el ejercicio del poder para hacer el bien, me aleccionó un poco. Luego continué con el gran pensador italiano Dante Alighieri, quien en su discurso complejo no resalta precisamente la bondad humana. Llegué hasta Maquiavelo, el mayor convencido de la maldad humana y de que los seres humanos se manejan única y exclusivamente por los intereses. Viajé hasta Inglaterra con Hobbes, quien asumió las ideas del escritor florentino, y decía que precisamente por la vocación autodestructiva de los humanos era necesario un Gobierno fuerte y omnipresente. Seguí con el inglés John Locke, quien convencido de que los seres humanos nacen buenos, abogaba por una mayor participación de la sociedad civil, constituyendo uno de los pioneros de ese concepto cuestionado. Me fui a los llamados Enciclopedistas y profundicé con Rousseau, quien defendía la esencia buena de los seres humanos pero que eran corrompidos por la sociedad. Seguí escudriñando y no hay consenso entre los pensadores europeos; como tampoco entre los chinos y los latinoamericanos. No me metí en otros mundos porque era demasiado desconocido para mí entonces y ahora. No llegué en esa oportunidad a ninguna conclusión definitiva.
Obstinada como soy, me aferré entonces a la idea de la esperanza a la bondad humana como guía de la acción. Sin embargo, hoy me cuestiono profundamente sobre mi terquedad existencial. La realidad mundial desgarra despiadadamente mi adolorida alma.
Me pregunto: ¿No están pensando muchos de los empresarios del mundo, y por supuesto nuestros también, que al depredar y afectar el ambiente están poniendo en peligro el futuro de sus propios hijos y nietos? ¿Por qué tanta obstinación por el deseo de poder y de tener, cuando la vida es frágil y al abandonar el mundo de los vivos partimos con las manos vacías? ¿Para qué acumular tanto y tanto y tanto y tanto, como si fuera el aire que les permite respirar?
¿Acaso puedo pensar en la bondad humana como eje y motor de nuestras acciones, cuando la guerra ha sido, a través de la historia, el medio para conquistar y dominar? ¿No les molesta ensuciarse las manos de sangre de tanta gente, de pueblos enteros? Hoy la guerra de Rusia contra Ucrania es un asunto de preservar su espacio de influencia y control. Lo más preocupante es la obstinación de Putin, cuando sus aliados lo han dejado solo. Los niños muertos por la guerra, las familias desplazadas, la economía mundial afectada.
Y como está ocurriendo ahora, estos enfrentamientos bélicos han transcurrido a través de los años. En la Edad Antigua, Roma se impuso con su ejército sometiendo a los pueblos. Lo mismo hicieron los árabes, que dominaron España por siglos. O los mongoles que invadieron China y la sometieron por siglos. Y ya en el siglo XX, Hitler quiso dominar Europa con su discurso de preeminencia racial, provocando un crimen de lesa humanidad.
Cuando miro el panorama caótico, dantesco, terrible y sorprendente de Haití, no puedo dejar de pensar: ¿Acaso ese pueblo está purgando una pena tan profunda que nada ni nadie los puede salvar?
Díganme ustedes si ante esta realidad puedo seguir defendiendo que la naturaleza humana es intrínsecamente buena; si priman las ansias de poder y dinero; ¿cómo puedo pensar en la bondad humana? No lo sé. Ahora mismo pongo en dudas mis creencias. Ustedes, ¿qué opinan?