Decía Séneca, el gran filósofo cordobés, que la gran certeza que tiene el ser humano cuando nace es que ha de morir, porque a lo largo de la existencia pueden mediar o producirse un sinnúmero de circunstancias, cambiantes, mudadizas y muchas veces impredecibles, pero ésta, la muerte, acontecerá siempre de forma ineludible e inexorable.
Séneca visualizaba este proceso más allá del aspecto temporal al decir, con un enfoque filosófico pero no por ello desvinculado de la realidad, que la muerte no era un hecho meramente puntual o episódico sino que, sin advertirlo, nos va devorando día a día en cuenta regresiva desde el inicio de nuestras vidas.
A pesar de tal incuestionable certeza nunca nos encuentra preparados porque como señalara el filósofo español Manuel Fraijó en un reciente artículo en el periódico El País, por mucho que se la intente esquivar, la muerte siempre sale airosa y jamás falta a su cita.
Coincidiendo con la opinión de Séneca ante el desvanecimiento que siempre llega y para el que no sirve cualquier aprendizaje, por más que se intente o postule, Hegel sostenía que la verdad de las cosas finitas es su final. Sin embargo, en medio del tráfago y las urgencias que impone la dinámica cotidiana, rara vez reflexionamos anticipadamente sobre su indetenible ocurrencia y sólo pensamos en ella a posteriori, quizás para no marchitar el devenir y lozanía de la vida con una inútil obsesión.
La partida de un pariente es siempre lamentable y la dimensión de su impacto emocional y espiritual es mayor cuando se trata de una madre que como doña Eva Pichardo viuda Hasbún deja un hondo vacío en la familia Hasbún-Ortega y en cada uno de sus parientes por el gran amor que prodigó a sus hijos y a todos sus descendientes.
Los actos humanos más significativos, aquellos que trascienden y que se resisten a ser sepultados por el olvido, son aquellos realizados con entrega personal, espontaneidad y especialmente con amor inconmensurable como el que caracterizó la vida y obra de doña Eva.
En la funeraria Blandino, Fernando Hasbún recordaba el ejemplo familiar y de devoción al cuidado de sus hijos que dio su madre al quedar viuda, ya que en lugar de pensar para sí en rehacer su vida, prefirió consagrarse a ellos y garantizar su sostenimiento y desarrollo trabajando esforzadamente en la pequeña tienda que la familia tenía en el municipio de Haina.
En vida, su amor fue recompensado con una dilatada existencia y la dicha de ver crecer a su familia, que la vio partir con gran congoja del mundo material, pero no de tantos corazones donde dejó un pródigo legado que impone, como un tributo imperecedero hacia su memoria, un compromiso invariable de mantener y afianzar la unidad familiar que ella siempre propició porque el amor de madre, como decía Erich Fromm, es el más puro y genuino, ya que se ofrece sin condicionamientos y sin requerir nada a cambio como no sea la entrega plena y verdadera.
A pesar de sus padecimientos de salud y de la virtual postración de los últimos tiempos, la fe y devoción cristiana de doña Eva nunca decayó, se mantuvo incólume y además de rezar, invitaba a acompañarla en la oración, esa plegaria elevada al Altísimo que reconforma el espíritu, en prodigioso contrapunto frente a las debilidades y miserias humanas.
Doña Eva cerró los ojos y antes de apagarse, su último halito de vida vibró en los brazos amoroso de su nieta Dominique, en un hogar donde siempre estuvo rodeada de mucho cariño, atención y esmerado cuidado.
Como recomendaba Unamuno, el genial escritor, poeta y filósofo, no hay que temer a la muerte y en cambio “saber llorar”. Siguiendo a otros pensadores, también es bueno meditar agradecidos cuando se han disfrutado las bondades de tantos años de maternal cercanía amorosa y de un bello ejemplo digno de ser difundido y emulado.