Memorias de Concho primo de José Miguel Soto Jiménez

Memorias de Concho primo de José Miguel Soto Jiménez

POR MANUEL NÚÑEZ
Dos virtudes tiene esta obra ejemplar de José Miguel Soto Jiménez. La de constituir una porción de la historiografía y de los saberes popularizados.  Es decir, del sustrato de versiones que se han transmitido oralmente sobre nuestra historia factual,  y la de manifestar el placer estético  que nos proporciona la literatura, creándonos la sensación plástica de conocer a los personajes que han determinado los acontecimientos del pasado.

De repente nos hallamos frente a Pedro Santana, a Gregorio Luperón, y ante una retahíla de generales: Andrés Navarro, Perico Pepín, Neney Cepín, Ulises Heureaux, Demetrio Rodríguez, Desiderio Ärias, Leoncio Bencosme hasta llegar al Generalísimo Rafael Trujillo. Podría pensarse, y no faltarían argumento que lo avalen, que nos hallamos ante una interpretación cuartelaria de la historia. A esos personajes duchos en el arte de la guerra le debemos la Independencia, la Restauración, la defensa de la nacionalidad y la lucha contra el invasor extranjero; y esas son sus luces, pero también en esas pesebreras se incubaron los dictadores, la autocracia y el caudillismo.

   Podría pensarse que esta obra se halla desconectada de la tradición que constituye la historia dominicana. Y sin embargo no es así.  Tiene antecedentes extraordinarios, como el de Max Henríquez Ureña (1885-1968), quien  dio a conocer, a partir de 1938,  La independencia efímera;  años después  La conspiración de los Alcarrizos (1941) y finalmente El arzobispo Valera (1944). Las obras de Henríquez Ureña, fundadas en un conocimiento excepcional de la historiografía han sido tomadas por un notabilísimo crítico literario, Giovanni Di Pietro, como novelas históricas. Y sin embargo, don Max, era un erudito; conocía todo lo que podía conocerse en su época: documentos, historiografías, testimonios, cartas, archivos particulares, despachos periodísticos; de todos esos disfraces prescindió al escribir sobre el pasado dominicano, y nos dio una obra ejemplar.  Y no es que don Max no conociese los métodos historiográficos con que hoy se invoca a la historia como ciencia del pasado. Los conocía a fondo; la organización de su obra  Los yanquis en Santo Domingo nos muestra la cronología sucinta de los hechos que llevaron al derrocamiento de Francisco Henríquez y Carvajal como Presidente proclamado en 1916, las doctrinas políticas imperantes en la época y la explicación de los acontecimientos. Hay períodos completos de la historiografía dominicana en los cuales escasean los archivos; sólo quedan relatos, diarios personales, perfiles realizados por contemporáneos y la tradición oral. De todas esas circunstancias, se han elaborado biografías que se han implantado como documentos primarios sobre épocas pretéritas. Pienso en las biografías de Antonio Duvergé y de Juan Pablo Duarte escritas por Joaquín Balaguer. O, en Los carpinteros, que narra las batallas de los caudillos militares comenzadas, tras la muerte de Ulises Heureaux, hasta la ocupación extranjera de 1916.   De ese linaje proceden, parejamente,  las obras de Pedro Troncoso Sánchez (1904-1989), quien dio a la estampa  Vida de Juan Pablo Duarte, una biografía de Ramón Cáceres y una semblanza de Pedro Santana, y en todas se advierte la intención de hilvanar los acontecimientos y darnos un retablo casi novelesco de la historiografía.  Todas han sido leídas por el destacado crítico italiano como novelas, fundadas en la información historiográfica. Como Troncoso Sánchez, Soto Jiménez se propone superar la obsesión cronológica que obra como tramoya de todo y demostrarnos fieramente que la historia no la hacen los conceptos, ni las abstracciones que han seducido a tantos historiógrafos, sino que la hacen los hombres. De ahí que proceda como un arqueólogo reuniendo los fragmentos documentales, las versiones de transmisiones orales, las cronologías,  para  establecer un relato, en el cual la imaginación del historiador completa, une, explica, exalta  el carácter esencialmente humano del oficio del historiador.

En la tradición historiográfica dominicana nos tropezamos con una obsesión por la historia económica. Para muchos la retahíla de cuadros estadísticos, las cuantificaciones demográficas, los presupuestos, el desarrollo de las industrias y la agricultura pueden explicar una época y los acontecimientos con mucha mayor claridad que los hombres, convertidos en simples guiñoles o marionetas, de las ideas que trasuntan los sistemas económicos. La historia factual que fue concebida sin mostrar los empalmes y las circunstancias. Es decir, sin referirnos el teatro de intrigas e intereses, que obraba en cada uno de los acontecimientos, quedó  desacreditada por su incapacidad para explicar. Y porque,  muchos de sus autores,  se dedicaron a parafrasear los documentos que le servían de trastienda. Esta  historia positiva, que examina el documento como un monumento, constituye para tirios y troyanos, el fundamento de la historia científica. Entre el documento y el testimonio oral no hay, en realidad, tantas diferencias. Imagínense lo que le acontecería a los historiadores del futuro, dentro de poco menos o poco más de cuarenta años, cuando todos nosotros pasemos al otro barrio, si tomaran  los periódicos de hoy como documentos sagrados, intocables, como fuentes intangibles de la realidad. Unos periódicos plagados de mentiras; donde la información ha sido suplantada por la propaganda  y que suelen ser el campo de batalla de los intereses creados. Imaginemos que los historiógrafos del porvenir, naufragasen en los copiosos informes del Banco Central y en todas las estadísticas periodísticas y oficiales que proclaman que la República Dominicana crece, anualmente, a un ritmo de más de 12% muy superior a China y a muchos de los Tigres de Ásia, y desde luego, puntero en toda América latina. Si los historiógrafos del porvenir examinan esas realidades con espíritu de catecúmeno, plegados crédulamente ante el documento, y no ponen oídos a los testigos oculares, y no lo colocan en cuarentena, evitando la supervivencia de la manipulación, cometerían errores garrafales.

La concepción de la historia que se echa de ver en esta obra monumental de José Miguel Soto Jiménez no es la historia material de las relaciones de propiedad, de las clases sociales y los modos de producción; ni tampoco es la historia de las mentalidades; de las formas de pensamiento, de los modos de vida, de la visión del mundo dominante en cada uno de los grupos sociales y de las creencias profundas  empotradas en el comportamiento, y aun cuando, la máxima representación de lo que hace se emparienta con una historiografía de las luchas bélicas de los hombres por enseñorearse del poder político, de las batalla por restaurar la independencia; de la lucha del hombre por el prestigio, por la adoración popular o por las formas simbólicas que alguna vez asumió la gloria personal, no puede desdeñarse, sin embargo, como una empresa inferior en méritos intelectuales a otras formas de conocer la historia, encorsetadas por el compromiso político, en la que los acontecimientos parecen hilvanados por el determinismo o por el destino inevitable. Si pudiéramos leer el pasado sin contaminarlo de nuestras ambiciones políticas, podríamos penetrar en ese mundo totalmente abierto a todas las posibilidades, sin determinación, orientado únicamente por la libertad humana. En Soto Jiménez la historia no es otra cosa que el conocimiento del hombre. De hombres que tienen objetivos, fines, intenciones. De ahí que esta sea una historia de los personajes, porque como decía Carlos Marx:  los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos,  sino que bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y transmite el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos.

En toda verdadera historia hay un compendio de biografía que se hallan en la trastienda. No podemos comprender el pasado sin entender las obsesiones, las ambiciones, las torpezas y aciertos, los amores y desamores, de los hombres que la pueblan. El destino del país ha dependido de la psicología de los hombres que han ejercido el mando político, ya sea ganado por su gloria militar, como acaecía en los tiempos de Concho Primo. O bien por capacidad de seducir y vencer en la mente de los electores como acaece en las etapas democráticas. Nadie puede poner en duda, que al penetrar en las correspondencia de Pedro Santana, al desmenuzar sus anhelos, sus fantasmas, su estilo de vida, la tosquedad de sus razonamientos, la mentalidad semi primitiva  del más importante hombre público de la Primera República, se nos esclarecen muchas explicaciones que habían permanecido en penumbras.

El autor observa que Pedro Santana tenía ocho años cuando su padre trajo en una alforja la cabeza del General Louis Ferrand, un inmenso trofeo de guerra que le ponía punto final a la Era de Francia en Santo Domingo. En los despachos de guerra se dice que Pedro Santana, el padre, llegó a ser coronel del Ejército, comandado por España, y que en vista de su prestigio de hombre valiente, con don de mando,  resultó ser lugarteniente del brigadier Juan Sánchez Ramírez. No se puede desdeñar que ese antecedente le otorgó una reputación mitológica a los Santana, particularmente  al homónimo de siño Pedro, su hijo Pedro Santana y Familia, quien se convertirá a partir de 1844 en Jefe militar de la guerra de independencia, y constituirá, acompañado de sus peones y monteros, la avanzadilla de ese movimiento de la libertad del pueblo dominicano. A su lado combate un pelotón de próceres Eugenio Miches, Merced Marcano, Juan Erazo, Pascual Ferrer. Santana no está consciente de su gloria ni puede comprender a Juan Pablo Duarte, al que llama filorio, señorito de la ciudad.Él es un hatero, y eran los hateros el grupo social más poderoso de la empobrecida nación sobre la que se había enseñoreado el Ejército haitiano.

La gloria de Palo Hincado se proyectará en Pedrito Santana. Era un hombre de educación elemental: leía de corrido y tenía una caligrafía rudimentaria. Tras la proclamación de la República en el baluarte, una ola de profundo escepticismo arropa a la Junta Central Gubernativa que, Sánchez, ha puesto en manos de don Tomás Bobadilla. El movimiento ha nacido en medio de la acefalía, porque el mentor Juan Pablo Duarte se hallaba ya en el exilio en vista de las implacables persecuciones de Charles Herard. Hay que imaginar en aquellos momentos de estupor, cuando ya se sabe que Herard prepara una expedición punitiva de 30.000 hombres, una columna por el centro, otra por el norte y otra por el sur, esos días previos al combate, de una guerra va a durar doce años, el efecto que produjo  la llegada de los 600 lanceros, hombres de montería, habituados a destazar reses con el machete, a enfrentar puercos cimarrones con sus lanzas; son esos soldados intrépidos y fuertes, los que dejarán deslumbrados a los filorios de la Capital. Allí nació esa la santa alianza con Ejército y el General. Allí nació la autocracia, colocada en la propia Constitución y encarnada en el artículo 210 hecho a su imagen y semejanza.

Aun cuando se sentía, según se deduce de sus cartas y escritos, que se figuraba a sí mismo como un salvador, un padre que ha de llenar el vacío de liderazgo  y producir la felicidad,  era completamente incompetente para entender su misión histórica. En algunos pasajes de Soto Jiménez hace una síntesis de su rudimentaria condición intelectual de Santana:  La patria duele como el hato pero no es el hato. Es más que el hato, las palmas, las aguadas, los puercos y el ganado. Santana los confunde entre pelambres de vacas (…)

De las anotaciones de su Secretario Lorenzo Santamaría, se deduce que era un hombre de pocas palabras, que le gustaba desconcertar al prójimo con indulgencias inesperadas y castigos desproporcionados.

 Eran de tal magnitud, las asimetrías entre las dos naciones, que una porción de nuestros próceres, creyó que la única forma de contener las ambiciones de los haitianos era mediante un protectorado. Vale decir,  ponerse bajo el blindaje de un Estado aliado. O,  el  traspaso de una porción del territorio a trueque de la salvaguarda de las fronteras. O, incluso la  incorporación a otro Estado, en calidad de territorio anexionado o provincia de ultramar. Todas esas posibilidades se barruntaron, tras 12 años de guerra cabal, que van de 1844 a 1856, sin que, tras Sabana Larga, se hubiese producido siquiera un armisticio. Todas esas circunstancias mantuvieron en el candelero el proyecto de traspasarle la soberanía a otro Estado, a lo que se oponía resueltamente Juan Pablo Duarte, el grupo que hemos llamado los liberales. En contraste con viejos prejuicios, Santana no es una marioneta de Bobadilla, y al momento del Golpe de Estado del 9 de junio, cuando los patricios toman el control de la guerra y del Gobierno;  no se había  comprometido aún con los planes de Bobadilla, así lo proclama Soto Jiménez, y es un hallazgo que merecería ser estudiado, para despejar algunas incógnitas:  Santana quiere la bendición del Partido ganador (…) los muchachos no lo entienden, y al no hacerlo, tras una serie de errores politicos, marcan su suerte para siempre.

Sánchez que se ha hecho con el poder lo destituye, y le envía a José Esteban Roca para relevarlo; la tropa lo proclama, y Santana produce el contragolpe; sus venganzas son estrepitosas, decreta la expulsión de Juan Pablo Duarte y todos sus parientes, después de un juicio extravagante manda a fusilar a Antonio Duvergé, el heroe del Memiso y de El Número; ejecuta a María Trinidad Sánchez  en el primer aniversario de la Independencia; sacrifica a José Joaquín Puello, el héroe de La Estrelleta y a su hermano Gabino Puello, por una acusación que resultó ser  falsa.

La vida de Santana que tanto influye en los derroteros de la República se halla plagada de episodios estrambóticos. Buenaventura Báez, el caudillo del Sur, lo proclama Libertador ante el Senado de la República para manipular su voluntad.  El patricio Francisco del Rosario Sánchez lo proclama » el elegido de la Providencia para salvar tantas veces la Patria»; una salva de ditirambos se vierten sobre el líder del Ejército, transformado en líder de la nación entera: » Napoleón dominicano», » Washington dominicano», el Benemérito, el Ilustre Libertador; se le concedió la Isla Saona, se le otorgó el Sable del Libertador, se hizo un retrato suyo para ser adorado como un semidiós. Pero, postreramente, hacia 1856, conocerá la caída. Un grupo de ciudadanos principian una campaña de degradación; se le retiran sus títulos en el Senado; se hacen acusaciones de asesino; y Báez le envía trescientos lanceros para apresarlo y mandarlo al exilio en Saint Thomas.

A su regreso, es el propio Santana quien decide ponerle punto final a su leyenda de gloria, entregando la soberanía de la nación a la Corona de España, en 1861. 

Continuaremos…

Desde la proclamación de la Anexión sucedieron días terribles para Santana. Tuvo que refrendar la cancelación de más de 56 de sus generales, los hombres que lo habían acompañado en el Ejército; tuvo que soportar las suspicacias del mando español que no se avenía con su temperamento autocrático; muchos de sus generales cayeron en medio de la refriega Manuel de Regla Mota, Pascual Ferrer, Juan Contreras; ya se echan de ver su contradicciones con el mando español; la capitanía general se halla en manos de La Gándara que lo menosprecia. Esa circunstancia última de su desgracia aparece retratada en una de las mejores estampas de la obra, en los últimos días de su existencia; La Gándara  nos dice el autor  lo mandó a relevar de su mando efectivo de tropas, para que siendo arrestado, fuera embarcado en La Romana con destino a Cuba donde sería procesado. Pero los españoles no sabían que aún en este doloroso trance del derrumbe, Santana tenía amigos como el curazoleño Juan Everzts, quien le envió un cayuco por el río hasta Guerra, con un correo que lo alertó sobre la humillación

En junio de 1864, vino a la Capital para morirse. Fue asistido por el doctor Delgado.

El Padre Gabriel Moreno del Cristo le administró la extremaunción. Fue sepultado con honores militares en el patio de la Guarnición

En la guerra de Restauración florecieron los caudillos militares: el general Gregorio Luperón, los generales Pedro Florentino, el caudillo del sur, Gaspar Polanco, Benito Monción; los relatos vivos, pintorescos, henchidos de escenas dantescas y episodios que echan sombra sobre la reputación de los restauradores como lo fue el fusilamiento de Pepillo Salcedo; las intrigas políticas y las desbordadas ambiciones de mando, empañaron muchas páginas gloriosas. Gaspar Polanco, autor de ese mostrenco episodio, fue, a su vez, ya una vez instalado en el mando, acusado de sacrificar a Pepillo Salcedo por Pimentel y dos generales más, y echado con cajas destempladas.

Durante la segunda república (1865-1916) se sustenta en tres grandes figuras: Cesáreo Guillermo, prohijado por Miches;  Ulises Heureaux, apadrinado por Luperón; Ramón Cáceres, nimbado por la gloria del magnicidio.  Guillermo era  hatero, heredero de las huestes de Santana, logró imponerse a Báez y ganó las elecciones a las que asistió en solitario. Al cabo de ocho meses fue derrocado por Heureaux, que se transformó en su talón de Aquiles. Volvió a vencerlo en  El Cabao; llevándolo al exilio a Puerto Rico. Postreramente emprendió una cacería sin tregua, dejando sus mesnadas acéfalas, sin rumbo político, vacías de liderazgo. Heureaux fue la encarnación del Partido Azul, santo y seña del liberalismo, del cual Luperón era mentor, bajo esa enseña principio una dictadura que paró mientes en el crimen político, los desafueros económicos y la ruina del comercio y la industria.

Fue atacado por todos nuestros poetas, y porción de éstos pasó por el pelotón del fusilamiento o por las horcas caudinas de la humillación, Américo Lugo, el matrimonio Henríquez Ureña se trasladó a Puerto Plata; otros partieron directamente al exilio, el propio Gregorio Luperón, padre espiritual de Heureaux, se vio en la obligación de marcharse a Saint Thomas, y cuando ya estaba en las últimas, Heureaux, teatral como siempre, lo fue a buscar en un barco de guerra y lo trajo al país. Caquéxico, vuelto un carcamal y  devastado por el cáncer para manipular su muerte, en una de sus últimas maniobras maquiavélicas.

¿ Por qué traicionó el ideal del Partido Liberal Ulises Heureaux?  ¿Por qué sus lugartenientes Perico Pepín y Demetrio Rodríguez, el Toro de la línea, no lograron encarnar el ideal iluminado de Luperón? Demetrio Rodríguez estudió ingeniería en Nueva York y regresó a Montecristi, se hizo bolo, y pasó entonces al mentidero del caudillo Juan Isidro Jimenes, y estudió economía en París, y volvió a la guerrilla montonera. Leer los pormenores de las peripecias llevadas a cabo por Neney Cepín, Mauricio Jiménez, Cabo Millo, Zenón Ogando, nos deja la conciencia erizada de temores y cuadros dantescos.

Mon Cáceres, el magnicida que junto al adolescente de dieciséis años, Jacobito de Lara, puso punto final a la dictadura de Heureaux, llegó al Gobierno en 1906. Decía que él sería el último de los presidentes macheteros. Una turbia conspiración, en cuya avanzadilla se hallaba Luis Tejera, Augusto Chotín, Julio Pichardo, Enrique Aguiar, atacaron su carruaje a tiros, Cachero su chofer corrió en la victoria a galope tendido, y pocas horas después murió; tenía cuarenta y dos años. ¡ Y cuántas cosas no ocurrieron después que mataron a Mon!

El segundo magnicidio nos sumergió en una etapa de cuartelazos y asonadas, de heroísmos inútiles y caudillos infecundos, hasta llegar al hombre que dominará por treinta y un años el destino de la nación.

De Trujillo se nos hacen varias estampas fundadas en relatos orales, archivos y documentos que todavía no han sido desmenuzados con meticulosidad. En una gran proporción, el Perínclito barón de  San Cristóbal, sigue siendo un hombre indescifrable. ¿Cómo fue posible que este hombre sustituyera a una clase social, convirtiéndose él mismo en la fuerza burguesa y empresarial de la nación con más del 70% de todas las fuerzas productivas, con el control del Estado, de los tres poderes, con el control de la Prensa, de toda la actividad política y con el avasallamiento de todos los intelectuales e incluso de la Iglesia, y hasta del folclore y de los sueños.

Durante tres décadas completas, el destino del país dependió de la psicología de este hombre diabólico y fascinante.  Su disciplina férrea, su sentido del orden, su visión cabalmente autocrática y inmensa capacidad emprendedora transformaron el país que recibió en otra cosa muy distinta. Se hallaba tan consciente de la transitoriedad de una vida, que le confesó a Vallenilla Lanz, que Tacho Somoza había sido un dictador infecundo. Porque Nicaragua carecía de lo más elemental. Y seguidas le espetó:  usted ve eso que dicen con respeto a que yo soy dueño de todo, es pura tontería. Mire, doctor, la propiedad es en el fondo una ficción. Lo que es mío, será mañana de los dominicanos. No tengo sucesor ni pienso formarlo. Ya se encargarán las circunstancias.

Tras el magnicidio del 30 de mayo, el Estado dominicano recibió unas fuerzas armadas desproporcionadas con una escuadrilla superior a los 200 naves, y una marina con una flota de más de  150 embarcaciones, incluyendo 5 destructores;  unas treintas empresas, incluyendo una armería y unos astilleros navales, 12 ingenios, entre los que se hallaba el mayor de América, el Río Haina, la mayor finca de las Antillas, la Hacienda Fundación y una conjunto de propiedades pertenecientes a sus familiares: mansiones, hoteles, fincas, etcétera, etcétera. Todo ese emporio inmenso fue completamente desguazado. El Estado heredó las riquezas del dictador.

La vida dominicana parece marcada por los tres magnicidios. El del 26 de julio de 1899, el del 11 de noviembre de 1911 y el del 30 de mayo de 1961. Los tres se desplazaron sin escolta; los tres fueron víctimas de conjuras, y tras la muerte de los tres, sobrevino una etapa de incertidumbre e inestabilidad.

Al terminar de leer esta obra singular de Soto Jiménez, nos queda un rescoldo de perplejidad. Más allá del placer literario que nos deparan estas páginas esplendorosas, escrita en estilo terso, henchido de hallazgos, de sentencias y aforismos. Nos tropezamos con un monumento, empotrado en la mentalidad de los dominicanos, como un símbolo imponente, como un baluarte, se trata del caudillismo. Hemos ido dando tumbos entre Báez y Santana, entre Luperón, Cesáreo Guillermo y Ulises Heureaux; entre Vásquez y Jiménez, y así hasta llegar a la época actual.  Ese pasado vuelve y aplasta el presente, y encarnó en las figuras de Joaquín Balaguer, Juan Bosch y José Francisco Peña Gómez, y cuando los caudillos abandonan el teatro, la sociedad parece andar sin rumbo político y vacía de contenido. Gracias, a Soto Jiménez, por esta obra ejemplar.

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