Miedo a la opinión

Miedo a la opinión

Guido Gómez Mazara

Confundir opinión pública con publicada tiene arrinconados a un ejército de exponentes de la fauna política. Presumir que todo lo que circula en la redes o sale de los labios de hacedores de opinión es sinónimo de credibilidad, injustamente sirve de materia prima al diverso equipo de chantajista revestido de comunicadores. Así, han ido multiplicándose, instalando en el imaginario de políticos y funcionarios, el riesgo y carácter peligroso de sus comentarios insidiosos. Una locura.

Lo cierto es que, en el terreno de los hechos, los niveles de inteligencia e instinto de los ciudadanos ubica con facilidad a los propaladores de críticas, siempre aptos a transformar su rudeza por cualquier transacción económica. El cerco, azote y temor, característico en algunos exponentes de la gestión pública, obedece a creerse que la única correa de transmisión y valoración de su desempeño radica en el eco diseminado en redes y medios de comunicación por aquellos arquitectos de falsas imágenes estructuradas con el dinero público.

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En los últimos veinte años, ha adquirido una categoría demencial el hábito de creer que la vía perfecta para edificar una imagen oficial positiva consiste en una abultada cartera publicitaria. De ahí, las llamadas y aproximaciones al funcionario y/o aspirante seducido por el criterio de que la única vía de una imagen política atractiva resulta de conceder millonarios recursos a la red de opinadores. Y una vez asumida esa manía, no existe forma humana de salir ileso de ese nebuloso mundillo.

La alternativa inteligente, con resultados exitosos en otras sociedades, descansó en promover mecanismos alternativos y fuentes de información creíbles, en capacidad de colocar en la jurisdicción del descrédito y escasa credibilidad las instancias alternativas dañadas. Esencialmente, al poseer suficiente información de las tuberías de complicidad, pautadas por intereses lejanos a la verdad.

Aliarse a estructuras informativas diseñadas alrededor de intercambiar dinero por opinión favorable, termina devorando a sus arquitectos que, una vez desconectados de la fuente que lo financia, al segundo encuentran un nuevo dador, siempre dispuesto a recibir el ditirambo antes diseñado al pagador cesante.

Por desgracia, la jurisprudencia existente no termina de convencer a los que siguen reiterándose en la vieja práctica de pagar por opinión favorable. Tendrán los mismos resultados. El instinto decente de la mayoría de los ciudadanos es sabio y no puede colocarse en el mercado. Allá, en lo más profundo de la conciencia de la gente, conocen al cojo sentado y ciego durmiendo. Lo único que me pregunto: ¿cuál es la razón de reiterarse en el error?

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