Mil maneras de elegir mal

Mil maneras de elegir mal

Hay algo perverso en cómo la sociedad moderna demanda que sepas lo que quieres mientras multiplica las opciones. Desde que vivimos en la abundancia de opciones, sabemos mucho menos qué queremos ni por qué lo queremos.

La escena no está tomada del natural, aunque pudiera ser, sino de una viñeta del ilustrador Francisco Olea (Oleismos) con la que me topé hace poco en Instagram: dos tipos, dos señores ya mayores, se paran frente al mostrador de una cafetería tipo Starbucks; encima del barista pende una pizarra con hasta veinte tipos de especialidades, de los clásicos cortados con leche al indescifrable robusta; parece que se lo están pensando: tiene lógica, hay nada menos que veinte opciones; mientras el camarero, con algo de fastidio, limpia un vaso; al final, uno de ellos dice: «Es impresionante cómo han aumentado las posibilidades de elegir mal».

¿Cuál es el café perfecto para estos dos señores? Supongamos que conocen cuatro de esas veinte especialidades porque las han consumido previamente –si bien no saben a qué saben en ese local concreto–, aún les quedarían dieciséis por probar. Si acaban pidiendo un con leche, como toda la vida, les quedará la sensación de estar renunciando a otros diecinueve sabores y experiencias; si se la juegan al vainilla latte puede ser que descubran que no era lo que querían. Solo sabrán qué es lo que les gusta si prueban los veinte cafés –invirtiendo 40 euros y llevándose un cólico– y entonces comprobarán que puede que no siempre les guste ese café y que mañana prefieran otro.

Hay algo perverso en cómo la sociedad moderna demanda que sepas lo que quieres mientras multiplica las opciones y hace de todas ellas una experiencia única e irrenunciable. Un anuncio de coches actual nos recomienda que no renuncies a nada, lo que, bien visto, es bastante tóxico, diría que inmoral. Desde que vivimos en la abundancia de opciones, sabemos mucho menos qué queremos ni por qué lo queremos.

Nuestro mecanismo instintivo ha pasado a ser el deseo de poseerlo todo y probarlo todo; subsidiariamente hemos descubierto una frustración que no conocieron nuestros antepasados en todo su potencial: el fomo. Este concepto (fear of missing out, miedo a estar ausente o perderse algo) se erigió como tendencia ante los contenidos de Internet, pero ha pasado a generalizarse en nuestras vidas. Somos hijos sanos del fomo.

Sin la renuncia no hay elección y sin elección no hay verdadera posesión de nada
Nuestros abuelos, los más insatisfechos, sintieron nostalgias por cosas imposibles e inaccesibles; nosotros sentimos nostalgia por cosas posibles y accesibles, a la mano: una nueva novia, un café distinto, un abrigo de temporada, un viaje a Punta Cana. El mercado sabe encontrar placeres suficientemente baratos para nosotros, y ese es el gran hallazgo del capitalismo moderno: hacerlo todo suficientemente accesible.

Cuando algo está a la mano la tentación de cogerlo solo porque está ahí es mucho más sencilla y la sensación de frustración si no la tomamos es mayor. La nostalgia se vuelve multidireccional y constante: mientras ves una serie de Netflix puedes estar sintiendo la frustración de no estar viendo la serie de Movistar de la que todo el mundo está hablando; mientras estás con tu novia puedes estar añorando las otras mil mujeres que viste ayer pasar en el Tinder de tu amigo soltero o que, sin ir más lejos, están circulando con sus mejores galas en tu cuenta de Instagram.

Son sentimientos naturales en el hombre –nostalgia, añoranza, melancolía, frustración, duda…– que se han convertido en nuestro siglo en verdaderas rémoras para una vida funcional. En una vida funcional, en una moral sana, si nos ponemos estupendos, a toda elección le corresponden una serie infinitamente mayor de descartes, pero sin la renuncia no hay elección y sin elección no hay verdadera posesión de nada.

Estamos tan acostumbrados a la abundancia de opciones que no somos conscientes de hasta qué punto conforma nuestra relación con todo. Además, ha calado la idea, hoy prácticamente indudable, de que muchas opciones es lo deseable y equivale a más libertad, cuando a nivel psicológico -está estudiado– significa todo lo contrario, más tiranía. La promesa del capitalismo es que siempre hay algo mejor para nosotros, una especialidad que aún no hemos probado, algo todavía más acorde, algo, al final del camino, completamente perfecto para nosotros, pero para llegar a ello hay que probarlo todo, no renunciar a nada ni comprometerse con un camino. Ahí está la trampa.
Gonzalo Núñez
@GonzaloNez19

(Este articulo fue publicado originalmente en la revista digital española ETHIC)

Puedes leer: Areíto, sábado 4 de diciembre de 2024

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