En el otoño de 1995, el célebre escritor checo-francés Milan Kundera (1929-2023) concedió excepcionalmente una entrevista para la Radio Checa. El hecho no dejaba de tener cierta importancia: Kundera, famoso por sus novelas de grandes tiradas, ampliamente traducidas y difundidas en todo el mundo, era también conocido por su hermetismo frente a la prensa. Desde mediados de los años ochenta rechazaba las solicitudes de entrevista de los periodistas.
En la entrevista grabada de 22 minutos, concedida a su compatriota y amigo, el periodista Tomáš Sedlácek (fallecido en 2019), se abordan diversos tópicos: la experiencia del exilio en Francia, el cada vez más difícil retorno a la patria, la posición de Bohemia en el contexto de la cultura europea, los años sesenta, la Revolución de Terciopelo de 1989. Kundera, que por entonces había publicado su novela La lanteur (La lentitud) únicamente en versión francesa, declara no saber si estaba “perdido para el idioma checo”. Confiesa que, desde el año 1975, cuando emigró con su esposa Vera y se instaló en Francia, todo lo ocurrido le había sorprendido.
Kundera es un autor controversial: unos lo elogian, otros le detractan. Entre los escritores latinoamericanos, Octavio Paz y Carlos Fuentes lo celebraron; el norteamericano Richard Rorty y el francés Bernard Henri-Lévy escribieron de él con admiración. En los lejanos ochenta, cuando se puso de moda en Santo Domingo, un intelectual nuestro me dijo: “Kundera es un bluff”. Es cierto que se había convertido -quizá a su pesar- en cita obligada de esnobs y “posmodernos”. Citarle, confesar haber leído alguna de sus novelas, era muy cool.
Hay quienes aún le objetan cierta superficialidad filosófica, la ligereza de su narrativa, una poética trivial y anodina. Para estos, es un autor de novelas pretenciosas disfrazadas de especulación metafísica. No faltan los que le reprochan haber “explotado” literariamente la tragedia de su país. Alegan que supo sacar provecho literario de la invasión soviética de Checoslovaquia en agosto de 1968, tema que “repetía” en casi todas sus novelas. Los que así opinan se quedaron sin argumento desde que el autor publicara su novela La inmortalidad, crítica incisiva y sin reservas a la modernidad occidental y a la vida francesa y europea.
Por mi parte, veo en Kundera a un brillante maestro de la paradoja y la ars combinatoria en sus novelas filosóficas. Confieso que me gusta desde la primera vez que le leí, salvo por aquella parte del prólogo a su drama Jacques y su amo en que no simpatiza con mi admirado Dostoyevski. Pienso que Kundera es a la novela contemporánea lo que Cioran al ensayo. Ambos comparten una visión profundamente pesimista del mundo y de la existencia. Ambos me gustan por escépticos, por desengañados, por irónicos.
Ahora que el gran escritor-pensador ha muerto, he querido reproducir esta entrevista de Sedlácek a Kundera, publicada por el diario Lidové Noviny, que hace años traduje del idioma checo para la prensa local. En la versión impresa, por un prurito de precisión, el autor formuló sus respuestas por escrito.
Tomáš Sedlácek
P. El 28 de octubre de 1995 usted recibió una de las más importantes condecoraciones estatales, la Medalla al Mérito. ¿Qué sentimientos tuvo al enterarse de ello?
R. Me emocioné inmensamente. Y tal vez aún más por la carta que en esa ocasión me envió Václav Havel. En especial, por la frase de que entiende este reconocimiento como punto final a la cuestión de mi relación con la patria y de la relación de la patria conmigo.
P. ¿Es que había en ello alguna cuestión?
R. La relación con el país natal, en el que ya no vives, es siempre una cuestión. Si estás fuera dos, tres, hasta cinco años, el retorno es fácil. Es como después de unas largas vacaciones o de una enfermedad. Pero veinte años es un cuarto de vida o una mitad de la edad adulta. Surgen nuevos compromisos, nuevas amistades, el lugar de emigración se convierte en nuevo hogar, y hasta en querido hogar. ¿Se ha dado usted cuenta de que, de los emigrantes conocidos de los antiguos países comunistas, casi nadie ha retornado a su patria de origen con carácter permanente? Ni Czeslaw Milosz, ni Leszek Kolakowski, ni Kazimiers Brandys. De los rusos ni Siniavski, ni Zinoviev, ni Brodsky. Quizá sólo ha retornado Solzhenitsin, pero no parece haber sido un retorno feliz. El albanés Kadare sigue viviendo en París. Y los checos Škvorecky, Luštig, Liehm, Forman, Passer, Kolár, Linhartová, Richterová, todos han permanecido fuera.
Lo que hace difícil el retorno son los motivos psíquicos. Imagínese que se haya acostumbrado a tratar con alguien diariamente y luego no lo pueda ver por veinte años. Su encuentro tras ese largo tiempo estará lleno de preguntas azoradas: ¿nos reconoceremos el uno al otro? ¿Es posible entablar una conversación interrumpida hace tiempo? Si entre dos personas que viven en la misma ciudad surge un malentendido, pueden aclararlo ese mismo día. Pero cuando esos dos no se pueden encontrar, los malentendidos quedan sin explicarse, uno crea otro y crece la barrera.
P. ¿Podría usted imaginarse desempeñando aún un papel importante en Bohemia? Una vez lo desempeñó, por ejemplo, en el agitado congreso de escritores checos del año 1967.
R. Cuando me recuerdo de cómo pronuncié aquel largo discurso en el congreso como si fuera un tribuno, me siento como si recordara a alguien que no tiene nada que ver conmigo. No es que me avergüence por ese discurso, no, fue relevante y de algún modo me siento orgullo de él. Únicamente digo que no me reconozco a mí mismo. Pronto después me di cuenta de que no soy nada más que novelista y que no tengo que intentar nada más. Y me retiré para siempre.
P. Solo que el escritor, lo quiera o no, es una personalidad pública.
R. Sus libros son cosa pública, pero él no. Para mí, la necesidad de vivir retirado se multiplicó aún más en Francia. Al principio intenté incorporarme a la televisión. Pero luego lo suspendí todo de forma radical. Y a Bohemia hoy solo voy de manera privada y rehúso las invitaciones oficiales.