POR AURA MARINA DEL ROSARIO CEBALLOS
Wolfgang Amadeus Mozart nació el martes 27 de enero de 1756 en Salzburgo, Austria. Este niño creció rodeado de música, ya que su padre, Leopoldo Mozart era violinista, compositor y maestro de capilla del arzobispo.
Leopoldo Mozart, a quien no le fue inadvertida la precocidad de este niño, sacrificó su propia carrera para dedicarse de lleno a su orientación aunque sin interferir demasiado, ya que el hijo sobrepasó al padre en todo, pero a lo largo de los años, padre e hijo siempre mantuvieron una estrecha relación.
Wolfgang Amadeus Mozart, violinista, pianista y compositor de los más altos vuelos, nos dejó una obra musical tan extensa que parece increíble, sobre todo si consideramos su corta vida que no llegó a los treinta y seis años. En esta producción encontramos las más diversas formas musicales, tales como sinfonías, óperas, conciertos para piano y orquesta, sonatas para piano, cuartetos y quintetos para cuerdas, entre tantas otras.
El lenguaje musical de Mozart es de tanta lógica en todo momento, que con frecuencia hasta se llega a presentir el giro más próximo. Es un misterio fascinante el de esta música, que para su interpretación aparentemente fácil, requiere de muy profundas intenciones, no siempre bien logradas, a menos que esté en manos de verdaderos artistas capaces de compenetrarse con ella en su totalidad. En esta música, un fragmento es seguido por otro tan o más hermoso que el anterior y a medida que escuchamos, no salimos del asombro de tanta belleza y genialidad.
Ahora quiero referirme en particular a uno de los conciertos para piano y orquesta de Mozart, el No.21, en Do mayor, K. 467, pero no al concierto en su totalidad, sino al inolvidable segundo movimiento andante del mismo, al que yo llamaría de la ensoñación. Cuando tengo la dicha de escuchar este concierto y llega a ese segundo movimiento, yo cierro los ojos para sólo escuchar y sin proponérmelo, esta melodía tan pura, tan noble, tan aparentemente sencilla, tan sin igual, me hace sentir en una meditación profunda que me lleva a la abstracción y me cautiva hasta el embeleso y es que la magia de la música envuelve y cuando se trata de la de este genio de Salzburgo, no podemos menos que rendirnos ante la gracia de Dios, que nos premió con un ser humano tan excepcionalmente dotado para la más pura de las artes.
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El otro Mozart
POR JOSÉ ALCÁNTARA ALMÁNZAR
Los mozartianos de corazón nunca le han perdonado al director Milos Forman la imagen de su admirado genio proyectada en «Amadeus» (1984), estupenda película si la evaluamos sólo como cine, en la que esos dos grandes actores que son Abraham Murray y Tom Hulce, logran caracterizaciones antológicas en sus respectivos roles.
Pocos advirtieron entonces que la patraña sobre Antonio Salieri, al presentarlo como epítome de la mediocridad y la envidia, carecía de fundamento histórico, pues fue un respetable compositor, muy admirado en su tiempo. Dicha fabulación tiene sus antecedentes en «Amadeus», la obra teatral de Peter Shaffer y, remontándonos al siglo diecinueve, el drama romántico «Mozart y Salieri», de Alexander Puschkin. Y es que con frecuencia se olvida que el arte, lejos de ser una fiel traducción de la realidad, es «creación», búsqueda de verdades esenciales del ser humano que a menudo nos llegan enmascaradas en mentiras.
Desde que era un muchacho, Mozart ha sido para mí el padre de la música perfecta, cuyo incesante fluir me maravilla por su construcción sin tacha. En esa música, de pureza y diafanidad sobrecogedoras, palpita el extraordinario genio de un niño que nunca sucumbió en el espíritu de aquel creador del Siglo de las Luces que fue Mozart, prematuramente introducido por su padre en las cortes europeas, que pagaban por escuchar y aplaudir, llenas de asombro, a aquel prodigio de memoria, galanura y virtuosismo, que tocaba el piano con la gracia y la espontaneidad del niño que fantasea, dejando volar la imaginación. Don Campbell, en «El efecto Mozart», asegura que el incomparable compositor «jamás perdió su aura de Niño Eterno». Y Tomatis, en «¿Por qué Mozart?», dice que su música posee un poder liberador, curativo, incluso sanador.
En el Mozart de la realidad, como en todo ser humano pero en este caso llevado a los extremos del genio, coexistían el ángel y la bestia. Lo que ocurre en el Mozart mitificado por la leyenda es que sólo se repiten sus cualidades amables o inocentes, su brillantez deslumbrante, despojándolo así de su perfil más hondo. Mozart, en efecto, era un compositor extraordinario, creador de una música cuya vigencia se mantiene intacta doscientos cincuenta años después de su nacimiento, un artista exitoso, un gran pedagogo, un hijo obediente, un esposo y padre divertido, un amigo pródigo.
El otro Mozart, el que muchos se niegan a reconocer, es el hombre impulsivo, orgulloso, mordaz, impaciente, travieso, soez, fatalista, dispendioso, caótico. Sus relaciones fueron siempre tensas con el arzobispo de Salzburgo y la aristocracia, que no le perdonaban sus desplantes e irreverencias. Sus nexos con otros músicos de renombre estuvieron con frecuencia teñidos por el rencor profesional y la diatriba. Sus penurias económicas en el hogar se originaban, a dúo con su esposa Constanza, en su desastrosa administración. Mozart fue también un viajero impenitente, un sibarita que gozaba tanto de la bebida como del baile y las fiestas populares, pese a que fue masón practicante.
Mozart no murió envenenado por Salieri, como dicen. Por otro lado, el conde Franz Walsegg zu Stupach fue quien le encargó el «Réquiem», y no Salieri. Mozart falleció, a la temprana edad de treinta y cinco años cumplidos, a consecuencia de una neumonía agravada por la nefritis que había minado sin remedio su salud.
Preservemos y gocemos lo que nos ha quedado de Mozart: ese inmenso caudal de música encantadora, elegante, serena, que vertió en más de seiscientas composiciones; ese incesante fluir de notas ingrávidas y cristalinas, alegres o melancólicas, suaves o sombrías, de una profundidad que sigue sorprendiendo a sus adoradores en pleno siglo veintiuno.