La poesía le permite al poeta captar el instante de lo cotidiano y percibir la inmediatez del mundo. Si un arte nos salva, ese arte es la poesía. Si algo nos condena y nos atormenta es la inmediatez de la vida diaria. Afortunadamente, la poesía nos cura de los avatares sociales, de las ansiedades y de las enfermedades de la voluntad. Y esa ha sido la apuesta de NanChevalier, ese guerrero de la palabra y oficiante versátil del quehacer literario, que bien bucea sin naufragar del verso a la prosa y de la narrativa al poema. Con su poemario Presa de la inmediatez -con que se alzó con el Premio Funglode de Poesía Pedro Mir 2017-, Chevalier crea un sujeto poético prisionero de la inmediatez, que refleja el estado de ser de su condición de autor y de su yo biográfico. El sujeto del verso camina en círculos concéntricos: entre la fugacidad del instante y la distancia del tiempo. Anverso y reverso de la luz, en este libro, resuenan los ecos de la infancia y las voces de sus familiares muertos. Entre las inmediaciones del sueño y los efluvios de la memoria, el poeta huye de las multitudes y se refugia en la soledad de lo individual. Sus andanzas adoptan cuerpo, pero se aprisionan en el túnel de sus angustias.
Si hay un protagonista en este libro de poesía, lo es el tiempo, ese que se refugia en las coordenadas de la inmediatez, se curva en los senderos del espanto y se transforma en la voz poética que articula todo el discurso de la obra. Este texto, cuya composición gira en torno a dos ejes -que son Círculos y Presas de la inmediatez-, conforma una esfera de signos poéticos, los cuales van a dibujar y definir todo su universo lírico. En Círculos, el ser poético se mueve alrededor del laberinto del pasado y la nostalgia; en Presas de la inmediatez, dialoga con el mundo digital y líquido, y las nuevas tecnologías de la información y la comunicación: hombre versus mundo tecnológico. Es decir, el espíritu humano atrapado en las redes virtuales de los nuevos códigos, donde un nuevo idioma traza sus signos cifrados y secretos.
Alba y luz, noche y sol, este poemario es, en cierta forma, una radiografía del insomnio, una metáfora del silencio nocturno y, en otro orden de ideas, una imagen autobiográfica del autor. Para los que conocemos a NanChevalier, su laboratorio de escritura y estilo de trabajo literario, este libro no es una pausa sino un puente en su trayecto vertical por la geografía de la palabra, pues para él no hay límites temáticos entre el cuento, la novela y el poema, sino apenas vínculos secretos. No saltos sino pasos leves que apenas cruzan las técnicas de los géneros y sus formas para reafirmarse en la superficie del texto.
Presas de la inmediatez articula un lenguaje que se mueve desde la fijeza hasta los ejes móviles de los versos, mediante las técnicas de la confluencia del microrrelato y el poema, con la narración y el canto. Convergen así tonos y registros sensibles de vasos comunicantes que se imbrican entre el pasado y el presente, las evocaciones de la memoria y el olvido: instante inmediato y efímero del tiempo. Chevalier le canta, de ese modo, al drama de su existencia, en un lenguaje poético sereno y preciso, pero vigoroso y versátil.
La provincia y la urbe, el mar y la ciudad son algunas de las referencias que signan su destino como escritor, y que aparecen como símbolos de su imaginario verbal. Presa de la nostalgia, su yo biográfico no desborda su yo literario. Antes bien, ambos se subsumen en el territorio de la página y respiran entre el silencio y la palabra.
El poeta le canta al amor, pero en claves de desamor y amargura: su erotismo resuena en hilos tenues. Así, el sujeto poético que funda se extravía en los círculos del trajín diario y sobrevive a los aprestos de las demandas sociales. Si algo hay que reivindicar en Chevalier es su convicción, tesón y ahínco en el oficio de la palabra, ese afán fervoroso por la escritura. Y esta fe ha dado sus frutos; es su religión natural, su estilo de vida y su filosofía intelectual. Nada lo arredra ni amilana; nada lo disuade ni lo persuade. Vive el presente como un místico, a quien le embriaga la tinta y el papel. Lo inmediato es su refugio, y la memoria, su territorio de espanto, pero de la que se nutre y alimenta, y de la cual germinan imágenes y sombras, símbolos y anécdotas. Con esos materiales e instrumentos edifica sus libros y cincela el cuerpo de sus obras; y, desde luego, con los condimentos de su imaginación y con un registro sensible de experiencias que lo atan al tiempo, pero que también lo expulsan a la angustia de lo inmediato. De esa semilla brotan sus temas y sus evocaciones. También sus proyecciones sombrías del presente y la visión extraterrestre del mundo y de la vida; es su fe demoniaca y su mirada profana no del arte sino del universo real y de la sociedad humana. Su religión no tiene intermediario, pues su única religión es la del arte literario. Sus dioses son los escritores que lo han influido, con los que convive y los que pueblan su universo personal y su mundo de ideas. Como tal es, en efecto, un habitante que vive en la “frontera de la desolación”, en el eco de un suspiro que persigue la luz del mundo. Y de ahí sus hábitos de escribir frente al mar y la luna, esos espejos que refractan y reflejan la sombra de sus palabras. A la manera de los poetas románticos, NanChevalier nos evoca a esos seres que creían más en la noche que en el día, y que nos recuerda la sentencia de Kant: “Si el día es bello, la noche es sublime”. O Novalis: “El hombre es un mendigo cuando piensa y un Dios cuando sueña”. A esa poética obedece, en cierto modo, el estilo de vida literaria de nuestro poeta y narrador.
Entre la nostalgia de la primera parte y la presencia del deseo erótico de la segunda, media un giro simbólico, en ocasiones, de destellos surrealistas, o, cuando no, de claves ultraístas. El tiempo siempre lo arrastra y domina como forma de medir la muerte y las edades. Su ser transcurre entre la soledad y el espanto, como un túnel de incertidumbre entre la vida y la muerte, y en claves aforísticas.
Poeta del insomnio y las madrugadas, jinete del alba que mira el laberinto de los días, en una espiral del tiempo que circula en el reino de lo inmediato, el ser lírico se transforma y transfigura en sujeto de la derrota antes que en sujeto de la victoria. Ha apostado por el fracaso del ser y no por el éxito, convencido de la fragilidad y las ilusiones de la dicha.
Celebro pues no su retorno al poema, sino su transferencia a la poesía, que es su habitación original y punto alfa de los grandes narradores.