Padres, educadores y sacerdotes fallamos al usar a Dios como pieza clave de un aparato represivo.
No es raro todavía escuchar a una madre o un educador conminar a un joven inquieto: — Cumple esto que te digo, porque si no, Dios te va a castigar–. Es propio de personas celosas de su autoridad justificar y sacralizar sus normas disciplinares “en nombre de Dios”. Pero ¿acaso es así el Dios que nos reveló Jesús?
Nos toca cantar un canto nuevo, como nos exhorta el Salmo 97. Juan, el evangelista, en el pasaje Juan 15, 9 – 17 presenta a Jesús aleccionando así a sus discípulos: “Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a ustedes les llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre se los he dado a conocer”.
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Jesús introdujo a sus discípulos en su relación de amor con el Padre. Jesús no formó una comunidad de siervos, en el sentido esclavista de la palabra, sino de amigos. Él mismo comenzó esa amistad: ellos no eligieron a Jesús; Jesús les eligió a ellos.
No los eligió para instalarse en un lugar, sino para enviarlos en misión y dieran un fruto duradero.
Los invitó a orar al Padre con la certeza de ser escuchados.
¿Quién está delante de una exigencia mayor, el siervo o el amigo? El siervo con cumplir externamente tiene. El amigo vive la exigencia del amor. Jesús mismo exhorta así a sus discípulos: “ámense como yo los he amado”. Incluso, los coloca delante del amor mayor que existe: “nadie tiene mayor amor que quien da la vida por sus amigos”.
Jesús nos invita a todos los discípulos, especialmente a los que mandamos y dirigimos, a dar la vida por los amigos.