No diré que fue un azar de la vida. Para nada, al contrario, pienso que fue una prueba de que una fuerza grande y suprema me protege y me sigue dando oportunidades. Estarán de acuerdo conmigo que hablo de Dios.
Una noche, de sábado, cuando extrañamente no tenía la más mínima intención de bonchar, pero que tenía una cita para un reportaje a un bar para sacarlo en las páginas de esta revista y mientras iba con mis amigos Joel (que me serviría de fotógrafo) y Frank (mi enlace con el bar), en mi carrito (Ken Lee, así le llamamos), la imprudencia de un chofer del transporte público me puso al límite.
Resumiré en que ya no tengo carro, pero tengo vida, que es lo importante. Mis amigos también conservan las suyas y eso me llena de una alegría inmensa. Nos salvó también la prudencia de usar el cinturón de seguridad, lo que ahora proclamo con más fervor: por favor, usarlo hasta para el trayecto más corto.
Cuando digo que volví a mis raíces, quiero decir que hace una semana estoy utilizando el transporte público: carros y metro (nada que ver con voladoras).
Mis raíces son ésas. Por suerte me lo he tomado de la forma más graciosa y conforme que he podido. Me levanto ahora más temprano, cargo mi metro card y listo. Nunca he sido de los que se acomplejan con esas cosas. Estoy en planes de un nuevo auto y, para la próxima vez, aún así tenga la preferencia (como era el caso) dejar que esos padres de familia pasen cuando quieran.