Hizo bien nuestro Presidente enviando al Congreso el Presupuesto del año que viene con suficiente tiempo de antelación. Allí se estima que los ingresos superarán en un 8% los niveles del 2023 (sin adelantos por parte de la Barrick) lo cual es razonable, pero el primer corsé dentro del chaleco de fuerza en que operará ese Presupuesto está representado por el hecho de que los impuestos apenas equivalen a un 15% del PIB, cuando en la mayoría de los países latinoamericanos llegan a un 20%. El presidente Abinader intentó, sin éxito, una reforma tributaria a principios de su Gobierno y ya ha adelantado que no importa quién gane las elecciones esa reforma tendrá lugar en el 2024.
Un segundo constreñimiento refleja el hecho de que es difícil que el déficit presupuestal supere más de un 3.1% del PIB, tal como está estimado para el 2024 e igual a como va a ser este año, pues el mercado internacional, más ahora con altas tasas de interés, no tendría apetito para mayores déficits, los cuales estarían cubiertos por bonos soberanos, préstamos de organismos internacionales y unos bonos locales que son adquiridos sobre todo por nuestros fondos de pensiones.
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Esos dos primeros constreñimientos definen el nivel del gasto público, pero el tercero y verdadero chaleco de fuerza está representado por el hecho de que apenas el 12% de ese gasto público será para inversiones y mejoras y un altísimo 88% será destinado a gastos corrientes, lo que implica que esa baja proporción de la inversión hará que el sector público ayude poco al crecimiento de nuestra economía. Cuando Balaguer la mitad de los ingresos iban a gastos de capital.
Y es que un 25% de todo lo que cobremos por impuestos tendremos que utilizarlos para el pago de intereses de la deuda interna y externa. Los subsidios actuales a la gasolina, a la electricidad que el consumidor no paga y que sigue recibiendo, a la harina, a los fertilizantes y a la aplicación de tarjetas como la de Solidaridad, se llevan un 10% de lo que recaudan los impuestos. El 4% del PIB que va a la educación representa un 22% de los ingresos tributarios, educación que por cierto no mejora y que refleja los índices más bajos del Caribe, excepto en Haití. Los gastos e inversiones en salud se miden por mejorías en la expectativa de vida de nuestra población, la cual ha subido de 66 años en el 2000 a 74 años en el 2023, pero la misma sigue por debajo del promedio de América Latina. El repago escalonado al Banco Central por los fondos que adelantó a todos los depositantes del Baninter en el 2003 representa otro gasto del presupuesto. Además, recientemente el gobierno subió los salarios a militares, policías y bomberos.
Otra limitación del presupuesto es la tendencia a la estatización, a pesar de las malas experiencias con los doce ingenios del CEA y las veinte empresas de Corde. Este gobierno heredó a las tres empresas distribuidoras de electricidad que pierden enormes sumas (fueron parcialmente privatizadas en 1996), así como al metro, también deficitario. El gobierno ha optado por no privatizar ni a las Catalinas ni a la Refinería. Son rentables, pero aún así la venta parcial de sus acciones podría contribuir a aumentar la proporción del presupuesto que se pasaría a inversiones. Por cierto, la Refinería de Petróleo ya no es una refinería, pues apenas un 31% de lo que vende son productos que refina y el resto simplemente los importa, almacena y revende.
Para poner fin al chaleco de fuerza de nuestro presupuesto no solo sería necesaria una reforma tributaria que grave más a los ricos y reduzca los incentivos a sectores ya maduros, sino que también se requeriría de la privatización de empresas estatales, incluyendo las Edes, así como continuar con la racionalización y disminución del gasto a través de la eliminación de instituciones superfluas, o que duplican funciones y continuar con la reducción de la nómina pública, cuyo número, como proporción de la nómina total del país, tan solo es superado en países socialistas.