¡Ojalá que no le cambien el nombre a esa avenida! (Y II)

¡Ojalá que no le cambien el nombre a esa avenida! (Y II)

Retornemos al tema por donde comenzamos, que él –el tema- nos sacará a lo claro. Aquella discreta ruta, con el paso del tiempo, se transformó en magnífica avenida, y pasó a ser una pista de calidad, bien trazada y mejor transitada, poblada de vehículos de motor y de transeúntes. Felizmente no resultó “una calle cualquiera camino de cualquier parte”.
Alrededor de nosotros había discreción acerca de los terrenos a donde fuimos a parar (también “aparar” la pelota, batearla y hacer la buena atrapada antes de que la bola volara la cerca).
Este campo de batalla resultó el último jalón de nuestra adolescencia peloteril. Mencionábamos a la familia Rancier –don Pelayo- a la cabeza. Ubicación del “play”: al oeste de la ciudad.
Transcurrieron los años y asumí en Hato Mayor el cargo de Juez de Paz, enero del 1958. Ya había cumplido en Samaná un período igual de dos años (1956-1958). La estación de mayor agrado en mi existencia.
En Hato Mayor del Rey nos reuníamos en tertulia fraternal, congregados en el Hotel Asia, propiedad del matrimonio de doña Asia Pouerié de Huertas y de su esposo, don Tomás Huertas, magníficos anfitriones. Entre las contertulios: doctor Luis Caram, médico; doctor Andrés Martínez Rodríguez, abogado; Manuel Pouerié, don Juan Barceló… Dos o tres veces se escuchó el nombre de don Pelayo Rancier como propietario o representante del sistema de telefonía que, tiempos atrás, operaba en pueblos del interior.
La prensa nacional recoge, en estos días de febrero, fechas de la Patria. Y ha trascendido, entre varias preocupaciones, la inquietud de la doctora Amparo Chantada acerca de tantas vías públicas de importancia en la capital bautizadas con nombres de personajes extranjeros que no siempre podemos identificar, ni por sus nombres, ni por sus principios, ni por sus ejecutorias ciudadanas.
Una mañana de marzo me encontré con el poeta, maestro, filósofo Máximo Avilés Blonda, en la Universidad de Santo Domingo, año de 1962. Yo había dejado atrás la judicatura. Fungía, entonces, como regidor por el ayuntamiento del Distrito Nacional, designado por el Consejo de Estado, Gobierno provisional que nos gobernó tras la caída del régimen de Trujillo.
Aquella regiduría se trató de una inclusión en la lista de regidores que presentó la agrupación Unión Cívica Nacional (UCN). Mi nominación como candidato fue iniciativa del licenciado Antinoe Fiallo Rodríguez, hermano del doctor Viriato Fiallo, presidente de la agrupación. Antinoe no me lo consultó. Ni siquiera me lo dijo después de cometer su travesura. Quería darme la sorpresa.
Pues, bien, en el encuentro con el amigo y condiscípulo, Avilés Blonda me trató lo siguiente:
-Sabes que en este año se cumple un nuevo centenario de la extraordinaria figura de las letras Lope de Vega. Estaría muy bien que sometas una moción a la sala del Ayuntamiento del Distrito para que se designe una calle de la ciudad con el nombre esclarecido de Lope de Vega, genio de las bellas letras, que brilla desde el siglo de oro de la Literatura Española.
Le respondí: -Ya está. No habrá problemas.
¡Y así se cumplió!
¡Ojalá que no le cambien el nombre a esa avenida!

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