El presidente Abinader dijo desde el principio de su mandato que quiere ser recordado como un presidente reformador.
En consecuencia, designó como titular del Ministerio Público a una figura de gran reputación social, que no figuraba en las filas de ninguna entidad partidaria.
Apuesta convencido en un eventual segundo mandato, a una reforma constitucional para que entre otras cosas, las futuras designaciones del órgano persecutor del delito no recaiga sobre el jefe del ejecutivo.
En cambio, Abel Martínez, candidato del Partido de la Liberación Dominicana (PLD), afirma que la mejor manera de garantizar la independencia de dicho organismo es seleccionando al procurador mediante una terna presentada por el Consejo del Ministerio Público.
Por otro lado, el expresidente Fernández, líder de la Fuerza del Pueblo (FP), plantea que la independencia está establecida tanto en la Constitución como en la Ley Orgánica del Ministerio Público por lo que no es necesaria una reforma constitucional.
Se deduce con claridad que después de las elecciones arreciará con fuerza el debate sobre el mecanismo de escogencia del titular del organismo encargado de la investigación y persecución penal.
Sin embargo, la discusión también debe enfocarse en la superación de los vicios del sistema de justicia dominicano.
Exhibir a los investigados con chalecos antibalas y cascos negros, como trofeos en los pasillos del Palacio de Justicia, escoltados con rifles largos. Es más izquierdo que derecho.
De igual manera, debe sustituirse la presunción de culpabilidad que se articula meticulosamente en torno a los imputados, por el principio de inocencia.
Asimismo, evitar el espectacular despliegue mediático de las acusaciones a las personas que figuran en los expedientes, por la discreción y objetividad que requieren las investigaciones.
A su vez, impedir el uso desproporcionado de la prisión preventiva.
La lucha contra la corrupción, necesaria para afianzar el desarrollo social y económico, para ser más efectiva, tiene que adecuar los medios a los fines.
En otras palabras, un conflicto con la ley, no anula anticipadamente los derechos; como afirmó el sociólogo Thomas Marshall, “ciudadano es aquel que es triplemente ciudadano, civil, político y social, no se puede ser ciudadano a medias”.
Buenaventura de Sousa Santos, en su libro “Democracia y transformación social”, habla sobre los monstruos que se aposentan en el corazón de las instituciones democráticas.
El “ajuste de cuentas”, que consiste -según el autor- en utilizar las instituciones como despiadadas armas de ataque para aniquilar a los adversarios, es tan dañino como la corrupción que se intenta combatir.
Además de las normas escritas, hay reglas no escritas que fungen como “guardarraíles” o vallas de protección para la democracia.
Steven Levitsky y Daniel Ziblat, en su libro “Cómo mueren las democracias”, las denominan “tolerancia mutua y contención constitucional”. La primera es sentido común y la segunda un uso no excesivo del derecho.
Si no corregimos esas distorsiones, asistiremos más temprano que tarde al funeral de las instituciones democráticas.