La vida humana es una realidad extraña, de la cual lo primero que conviene decir es que es la realidad radical, en el sentido en que a ella que referir todas las demás, ya que las demás realidades, efectivas o presuntos, tienen de uno o de otro modo que aparecer en ella.
La nota más trivial, pero a la vez la más importante de la vida humana, es que el hombre no tiene otro remedio que estar haciendo algo para sostenerse en la existencia. La vida no es dada, puesto que no nos la damos a nosotros mismos, sino que nos encontramos en ella de pronto y sin saber cómo….José Ortega y Gasset, La Historia como sistema.
¿Que amo la historia? ¿Que la historia es mi pasión? ¿Que defiendo con bríos la idea de Don Claudio Sánchez Albornoz cuando dijo que todo es historia y nada más que historia? La respuesta es obvia: ¡Claro! Cuando escribía sobre el pensamiento complejo de Edgar Morín, me encantó su posición de que la base del nuevo pensamiento educativo debía ser la historia. Y ahora, leyendo y aprendiendo sobre Ortega y Gasset me encuentro con una reflexión profunda, interesante y sopesada sobre lo que él llama la razón histórica, con la que enfrenta también a los seudo científicos de las mal llamadas ciencias exactas.
Demuestra el filósofo una formación acabada y un nivel cultural impresionante. Inicia su reflexión planteando que la humanidad ha demostrado con el paso del tiempo que transita por su vida bajo el manto de un sistema de creencias:
“De aquí que el hombre tenga que estar siempre en alguna creencia y que la estructura de su vida dependa primordialmente de las creencias en que esté y que los cambios más decisivos en la humanidad sean los cambios de creencias, la intensificación o debilitación de las creencias. El diagnóstico de una existencia humana –de un hombre, de un pueblo, de una época- tiene que comenzar filiando el repertorio de sus convicciones. Son estas el suelo de nuestra vida…Las creencias son lo que verdaderamente constituye el estado del hombre…” [1]
Dicha esta afirmación, señala la existencia de dos mundos. El mundo del pensamiento y el mundo de la realidad son dos cosmos que se complementan. Uno depende del otro. A partir de entonces inicia una reflexión acerca de estos dos planos del universo. Es interesante cuando Ortega plantea que las creencias humanas pueden ser asimilaciones inertes, que se heredan y muchos humanos viven con ellas porque no tienen más remedio. Otros, asumen sus creencias con pasión, y se refleja en todo lo que hacemos. Durante la Edad Media el sistema de creencias obligaba a la adopción inerte de las ideas. Con el tiempo, un grupo de hombres y pocas mujeres asumieron que las ideas no son estáticas, sino dinámicas y cambiantes. Un ejemplo de esta revolución en el plano de las ideas y la cultura fue el Renacimiento. Ahí comenzó la era de la razón. El universo de la ciencia se hace presente y dominante en el mundo occidental:
La fe en la ciencia a que me refiero no era solo…una opinión individual, sino al revés una opinión colectiva, y cuando algo es opinión colectiva o social es una realidad independiente de los individuos, que está fuera de estos como las piedras del paisaje, y con la cual los individuos tienen que contar quieran o no… Nuestra opinión personal podrá ser contraria a la opinión social…Desde la perspectiva de cada vida individual aparece la creencia pública como si fuese una cosa física. La realidad, por decirlo así, tangible de la creencia colectiva no consiste en que yo o tú la aceptemos, sino, al contrario, es ella quien con nuestro beneplácito o sin él, nos impone su realidad y nos obliga a contar con ella….[2]
Finalizado el preámbulo, pasa entonces Gasset a plantear la crisisde la ciencia. ¿Saben por qué? Porque ha dejado de ser fe viva, para convertirse en fe inerte. El científico, el ser humano que asume la verdad científica como algo cambiante, en constante evolución, no puede, no debe, dejarse envolver por la rutina, la adecuación y la conformidad. No ha fracasado la ciencia per sé, aclara, sino la retórica y la “orla de petulancia, de irracionales y arbitrarios añadidos que suscitó, lo que hace muchos años llamaba yo “el terrorismo de los laboratorios”. ¡Qué bueno otro que piensa así!
Ahí entra entonces el tema de la crisis de la ciencia llamada “exacta”, aquella que se desarrolla en los laboratorios. A estos defensores de las ciencias de experimentación, Ortega los denomina como los utopistas científicos. Coloca en esta estirpe a todos los científicos, con la gran excepción de Albert Einstein, a quien denominó como “el fresco viento de la mañana”, pues era diferente a los científicos tradicionales: “Con ademán de joven atleta le vemos avanzar recto a los problemas y, usando del medio más a mano, cogerlos por los cuernos. De lo que parecía defecto y limitación en la ciencia hace él una virtud y una táctica eficaz”.[3]
Se autocritica Ortega diciendo que él pecó del mismo error, pues defendía la llamada razón pura, la razón física, pero al “hacerse urgente su verdad sobre los problemas más humanos, no ha sabido qué decir. Y estos pueblos de occidente han experimentado de súbito la impresión de que perdían pie, que carecían de punto de apoyo y han sentido terror, pánico y les parece que se hunden, que naufragan en el vacío”.[4]
A partir de ese momento, plantea que la ciencia tiene la obligación de aclarar los problemas humanos. Por esta razón es preciso pensarla con categorías y con conceptos totalmente distintos. La ciencia debería estar al servicio de la humanidad. No tiene valor por sí misma. En suma, sigue diciendo Ortega, “el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene historia. O lo que es igual: lo que la naturaleza es, a las cosas, es la historia… al hombre. Una vez más tropezamos con la posible aplicación de conceptos teológicos a la realidad humana…” [5]
A partir de ese momento, inicia su planteamiento de la razón histórica. Todo lo humano tiene relación con la historia. ¿Saben por qué? Porque la historia es un sistema, que no es más que el sistema de las experiencias humanas, que constituyen una larga, única e inexorable cadena. Afirma que no es posible asumir una determinada posición, sin antes conocer la historia: “Es imposible entender bien lo que es ese hombre “racionalista” europeo, si no sabe bien lo que fue ser cristiano, ni lo que fue ser cristiano sin saber lo que fue ser estoico, y así sucesivamente”[6].
Define la historia como la “ciencia sistemática de la realidad radical que es mi vida”.[7] Es una ciencia, en el riguroso y completo sentido del término (¿Me entienden los llamados defensores de la ciencia pura y dura?). Y defiende que la historia ayudará al ser humano a buscar su nueva revelación, algo que necesitamos con urgencia.
La razón histórica es mucho más racional y más rigurosa que la física o la matemática; peor aún, “la física renuncia a entender aquello de que ella habla”. La razón histórica, por el contrario, no acepta como mero hecho, sino que busca entender cómo se produjo el hecho, analizando sus diferentes aristas.
“No cree aclarar los fenómenos humanos reduciéndolos a un repertorio de instintos y facultades que serían, en efecto, hechos brutos, como el choque y la atracción, sino que muestra lo que el hombre hace con esos instintos y facultades, e inclusive nos declara cómo han venido a ser esos hechos, los instintos y las facultades, que no son, claro está, más que ideas –interpretaciones- que el hombre ha fabricado en una cierta coyuntura de su vivir”.[8]
Feliz de terminar este artículo, pues Ortega me ha dado de nuevo la razón sobre la historia como ciencia, en contraposición a aquellos que afirman que las ciencias físicas y matemáticas son las únicas válidas y peor aún, mal llamadas exactas. ¡Qué falsa ecuación! ¡Qué unidimensionalidad del saber!
[1] José Ortega y Gasset, Historia como sistema, p. 2 [2] Ibidem, p.5 [3] Ibidem, p.7.
[4] Ibidem. [5] Ibidem, p.17 [6] Ibidem, p.19. [7] Ibidem. [8] Ibidem, p.22