Cuando se es enseñante, e incluso si no se lo es, no hay que meter ideas raras en la cabeza de los jóvenes, salvo esta sola: la de aprender a pensar con cabeza propia
No es justo echarle la culpa de todo a nuestra época y hablar de ella como la peor de todas, como tampoco lo es celebrarla como la más maravillosa de cuantas ha habido sólo porque es la nuestra. Sin embargo, cuesta hallar otra época tan dada a la complacencia con la mediocridad como esta. Piénsese en esto de hacer creer, de convencer a todo el mundo de que está de moda ser estúpido y vulgar, chabacano e inculto; eso de no leer, de no estudiar, de no pensar. La celebración casi unánime de la estupidez, de la vulgaridad y la chabacanería, de la incultura, llega al colmo del culto. Y en lugar de provocar vergüenza, como antes, ahora provoca orgullo.
Cuando se explota más el aspecto emocional de la gente que el reflexivo se bloquea toda posibilidad de análisis racional y sentido crítico. A la gente se la manipula sutil o burdamente para que sienta, piense y actúe de tal o cual forma, conforme a intereses creados. La noticia y la opinión son algo que se fabrica como cualquier otro producto de consumo. Y en el inconsciente se generan opiniones, emociones, deseos, miedos y temores. La manipulación mediática es hoy tan buena que alcanza la categoría suprema de obra de arte.
Lo que aceptamos como normal y habitual no es tan natural como creemos. Así, por ejemplo, una tragedia o un crimen individual frente a una desgracia colectiva como lo es la muerte en masa de decenas, cientos o miles de personas. Sentimos más una desgracia individual –un asesinato, un secuestro- que una tragedia colectiva porque se halla en nuestro medio y nos afecta. En cambio, un genocidio no nos duele tanto, ni nos conmueve si no ocurre en nuestra zona afectada –esa zona de confort- puesto que no nos hallamos allí. Nuestras tragedias y desgracias son mayores que cualesquiera otras en el mundo, no porque en realidad lo sean sino porque son nuestras.
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Pero a menudo los medios anulan las distancias geográficas y hacen que sintamos catástrofes remotas como si fueran cercanas y propias. Por eso, el incendio de una catedral histórica nos duele más que cualquier otra cosa, sin importar lo remoto del lugar y del hecho, y sin necesidad de ser estetas o amantes de la historia del arte.
La trampa del consumismo. En el mundo del consumidor, las posibilidades son infinitas. El consumo en exceso genera adicción, y esta es por naturaleza devastadora, pues como tal vuelve imposible toda satisfacción. Bauman está en lo cierto: cualquier adicción, del tipo que sea, resulta autodestructiva porque destruye la posibilidad misma de que el sujeto se encuentre satisfecho alguna vez.
La gente fracasada no tiene por qué ser peor que la gente que triunfa. Incluso puede ser mejor. Hay fracasos honestos y triunfos inmorales. El éxito para nada es sinónimo de calidad humana.
Al mirar honestamente hacia el pasado, lo que reconocemos en primer término son nuestras propias limitaciones y carencias, y sobre todo nuestras imposibilidades.
El imperativo de tratar de comprender el mundo que se está viviendo enfrenta muchos escollos: nuestras limitaciones, nuestra torpeza mental, nuestra pobre capacidad de adaptación. Como no podemos comprender realmente ese otro nuevo mundo que está surgiendo ante nuestros ojos, porque ya no somos jóvenes, no nos queda más remedio que juzgarlo. Juzgamos en lugar de comprender. Y el juicio de valor reemplaza a la comprensión crítica.
Orden y caos. Es un error frecuente emplear estos términos en un sentido maniqueo. En nuestro imaginario (que es también nuestro vocabulario), las palabras orden y caos nos remiten de inmediato a la realidad social: entendemos “orden” como organización, autoridad, gobierno, en su sentido funcional de orden establecido, o del mínimo de organización social y política al que aspiramos; y “caos” como confusión, desorden, anarquía, desgobierno, falta de autoridad y de ley, respecto de la situación general del país. Solemos decir: “En este país no hay orden”, o “este país es un completo desorden”, o “aquí no hay Gobierno ni ley”, para referirnos al desorden institucional en que vivimos y morimos. Pero se debe aclarar que orden y caos no son necesariamente sinónimos de bueno y malo, ni de bello y feo, ni de progreso y atraso, ni de buen Gobierno y mal Gobierno). Pues el orden bien puede ser represivo y opresor –como en los Estados autocráticos y totalitarios-, mientras el caos puede ser libertario y emancipador –como en los carnavales o en los movimientos sociales de protesta. Hay un orden maravilloso –como en el arte- que solo puede ser resultado de un caos esencialmente creador.
Todo cuanto hoy funciona en el mundo real lo hace bajo una estricta lógica de control y dominio del pensamiento y la acción. Todo cuanto hoy obra se somete al criterio de lo útil y lo conveniente, de lo eficaz. Que celebren gozosos los pragmáticos: por fin y universalmente, la eficacia se ha vuelto el criterio último de la verdad.