TIXTLA, México. María Telumbre conoce el fuego. Se dedica a hacer tortillas en una cocineta de carbón, y la experiencia le dice que cocinar un chivo lleva cuatro horas. Por eso, se niega a creer en la explicación dada por el gobierno mexicano de que integrantes de un cartel del narcotráfico incineraron a su hijo y a otros 42 estudiantes desaparecidos en una gigantesca hoguera en menos de un día, lo que habría borrado cualquier huella que permita identificar los cadáveres.
Para ella, el hallazgo de dientes calcinados y fragmentos de hueso no son una prueba convincente y tienen el mismo valor que las fosas clandestinas descubiertas en el estado de Guerrero desde que los estudiantes desaparecieron el 26 de septiembre. Simplemente, se rehúsa a aceptar que esas cenizas pertenezcan a su hijo de 19 años y a sus compañeros de escuela.
“¿Cómo es posible que en 15 horas hayan quemado a tantos jóvenes, los hayan puesto en bolsas y los tiraran al río?”, dice Telumbre. “Eso es imposible, como padres, no les creemos”. Para Telumbre, su esposo Clemente Rodríguez y otros padres la explicación oficial es tan solo otra mentira de un gobierno que quiere silenciar a los pobres y echarle tierra a este escándalo.
Sus exigencias de que se diga la verdad han alimentado la rabia contenida de un país frente a la incapacidad del gobierno de confrontar a los brutales carteles de la droga, a la corrupción y la impunidad. El escepticismo de la familia Rodríguez tiene su origen en la colusión entre autoridades mexicanas y el crimen organizado.
Los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa fueron vistos por última vez cuando la policía de la ciudad de Iguala los detuvo, presuntamente por órdenes del alcalde. Soldados y policías federales no respondieron a las urgentes peticiones de los padres para que les ayudaran.
El gobierno federal tardó 10 días en intervenir y cuando lo hizo, dicen los padres, las autoridades se concentraron en descubrir tumbas clandestinas en lugar de buscar a los estudiantes vivos, por eso sólo han encontrado las fosas. “Los tendrán por allá escondidos, pero tengo la esperanza que cualquier día los van a soltar”, dice Rodríguez, insistiendo en que su hijo Christian Rodríguez Telumbre aún está vivo. Guerrero es un estado violento con un historial de revueltas armadas y en cuya economía el cultivo de marihuana y amapola son un factor importante.
La familia Rodríguez vive lejos de los lujosos centros vacacionales de Acapulco e Ixtapa, en una zona agrícola cercana a la Escuela Normal Rural, una universidad que forma maestros en Ayotzinapa. Rodríguez trabaja como vendedor de agua embotellada mientras que su esposa vende las tortillas que hace en una estufa al aire libre. El humo se cuela a su casa, de un solo cuarto dividido con cortinas y construida de adobe, que comparten sus tres hijas, la madre de Rodríguez, y hasta hace poco, Christian. La noche del 26 de septiembre, Telumbre y Rodríguez recibieron una llamada de su hija.
Un mal momento. Había problemas. Ambos acudieron inmediatamente a la escuela. Les dijeron que decenas de estudiantes habían ido a la ciudad de Iguala a recaudar dinero y que la policía había disparado contra los autobuses que se habían tomado por la fuerza. Los detalles iban apareciendo poco a poco: Christian formaba parte del grupo atacado; un estudiante recibió un disparo en la cabeza; tres más murieron al igual que tres personas que pasaban por el sitio; uno de ellos fue encontrado al lado de la carretera, le habían arrancado la piel de la cara y le habían sacado los ojos, una marca de los asesinatos cometidos por los narcos. Rodríguez se encaminó a Iguala con otros diez padres.
Su primera parada fue la oficina local de la procuraduría federal. Los guardias no los dejaron entrar pero los padres, desesperados, entraron a la fuerza y exigieron ayuda. Los funcionarios dijeron que no tenían información. Luego fueron a la policía de Iguala, que también dijo que no conocía nada del tema aunque uno de ellos dejó entrever a Rodríguez que quizá los radicales estudiantes en realidad eran criminales que habrían recibido su merecido. Después se supo que las autoridades federales habían retenido a unos cuantos estudiantes, que esa tarde fueron liberados y que habían regresaron a la escuela. Pero Christian no estaba entre ellos. Durante tres días más, los padres continuaron su desesperada búsqueda en hospitales, el edificio del Ayuntamiento y la base militar local. Siguieron pistas que los llevaron a cuevas oscuras y a una hacienda abandonada donde se decía que el cartel Guerreros Unidos, escindido del cartel de Los Beltrán Leyva, los tenía prisioneros.
En Iguala, Rodríguez dio su número de teléfono móvil a extraños y suplicó que le dieran información de manera anónima. Pero todos parecían temerosos de hablar. Las autoridades estatales detuvieron a 22 policías de Iguala en relación con el ataque al autobús y anunciaron que continuaban con la búsqueda de los 43 estudiantes. El alcalde, José Luis Abarca, solicitó licencia mientras se efectuaba una investigación y luego se fugó acompañado de su esposa María de los Ángeles Pineda. Aún no había noticias de Christian.
Ocho días después de la desaparición de los estudiantes las autoridades federales anunciaron más detenciones. Dijeron que sospechosos los habían llevado a tumbas clandestinas en una colina de las afueras de Iguala, cerca de Pueblo Viejo. Veintiocho cuerpos fueron hallados en las fosas pero esos restos no encajaban con los de los estudiantes. Diez días después de la desaparición de los jóvenes, el presidente Peña Nieto anunció el envío de fuerzas federales de seguridad para “conocer la verdad y asegurar que se aplique la ley a los responsables de estos hechos que son, sin duda, indignantes, dolorosos e inaceptables”.
La búsqueda. Con el tiempo 10.000 policías federales y decenas de investigadores forenses, ataviados con sus trajes de protección para residuos peligrosos, se unieron a la búsqueda. También se ofreció una recompensa de 1,5 millones de pesos (alrededor de 112.000 dólares) a quien diera información sobre el paradero de los estudiantes desaparecidos. Se detuvo a más personas: 76 en total. Pero aún no había rastros de los estudiantes. Finalmente, el viernes pasado, el procurador general Jesús Murillo Karam dio una conferencia transmitida por televisión en la que detalló cómo fueron asesinados los estudiantes, de acuerdo con confesiones ofrecidas por detenidos del caso.
Los jóvenes fueron llevados a un basurero cerca de Cocula en camionetas de carga tan atestada que 15 de ellos murieron de asfixia en el camino. Los sospechosos sostienen que los estudiantes fueron asesinados allí y que los asesinos apilaron sus cuerpos y encendieron una enorme fogata que ardió durante 15 horas. Luego metieron los restos pulverizados en bolsas que lanzaron al río.
“El alto nivel de degradación por el fuego hace muy difícil la extracción de ADN que permita la identificación”, dijo Murillo Karam ese día con un rostro lúgubre. Las autoridades, no obstante, enviaron los restos a un laboratorio especializado en Austria para su identificación, en la esperanza de obtener información que permita a padres como Telumbre y Rodríguez aceptar la muerte de sus hijos.