El Papa Francisco reflexionó el día de Año Nuevo acerca de la manera de saborear el verdadero significado de la vida. Propuso guardar un momento diario de silencio para estar con Dios, abandonar lo que describió como “bagaje inútil de la vida” y la “banalidad del consumismo”, prerrequisitos para instaurar la paz.
Yo presumo que las sabias reflexiones del Sumo Pontífice rebasan los anchurosos límites del cristianismo católico y concomitantemente están también dirigidos a la enorme población de creyentes de otras confesiones religiosas –protestantes, judíos, musulmanes, budistas, etcétera-y hasta los ateos, porque el establecimiento de la paz es una responsabilidad universal, abarca a cada nación producto de acciones colectivas e individuales.
La parte medular del mensaje papal fue este: “Hacer esto ayudaría a evitar que nuestra libertad se vea corroída por la banalidad del consumismo, el estruendo de los comerciales, el torrente de las palabras vacías y las olas abrumadoras de conversaciones vacías y los gritos fuertes”.
Es verdad. En cada polo, organismo internacional y gobierno del planeta hay un enorme griterío plagado de amenazas y advertencias contra la paz, saturados por la inequidad, la discriminación, la intolerancia y el odio racial. Desde Washington a Pyongyang, el Medio Oriente, Europa, Asia y América Latina las palabras vacías provocan un ruido ensordecedor. Refugiados e inmigrantes representan el blanco de tal retórica.
La paz es el resultado del desarrollo espiritual del ser humano cuando es capaz de practicar el perdón, la caridad, la humildad, la tolerancia y la solidaridad. Los Estados y gobiernos han firmado millones de acuerdos de pacificación, políticos, territoriales y comerciales a lo largo de la historia, pero pocos han sido respetados.
Francisco tiene razón, pero el ateísmo dirige el mundo. Es un problema de conversión.