Rafael L. Trujillo, de cuyo ajusticiamiento se cumplen 60 años a fines de este mes, llegó a ser un caso impresionante.
Era un hombre cruel, diabólico pero al mismo tiempo fascinante. No fue el déspota irracional, iletrado y brutal como lo pintan sus enemigos, sino un hombre con una extraordinaria disposición para desentrañar las circunstancias que se vivía.
Desde el principio de su gestión, en el año 1930, tuvo una clara percepción de los objetivos básicos que quería alcanzar para transformar las condiciones de vida del pueblo dominicano y fortalecer el Estado, que estaba sumido en un atraso institucional y cultural.
Desde su llegada al poder eran frecuentes las intentonas de golpes de Estado, los levantamientos de los caciques locales y regionales, y al mismo tiempo, imperaba una desobediencia civil en los pueblos, que ponían en peligro la estabilidad de los gobiernos, que regularmente duraban breve tiempo.
De inmediato puso en marcha la frase que le había servido de estandarte en la accidentada campaña electoral de 1930: “Se acabó la ñoñería”, con lo que se refería a las debilidades de los dirigentes políticos y guerrilleros que ignoraban al Gobierno o se alzaban en armas en la manigua.
No hay duda de que durante los primeros años del régimen del general Trujillo la administración fue presentando cambios crecientes en el Estado, con el mantenimiento de un orden riguroso, sostenido a toda costa, con el desarrollo de una burocracia eficiente y unos técnicos bien capacitados, unos mediante procesos prácticos y otros académicos, formados en los Estados Unidos y Europa.
En lo que siempre tuvo claro Trujillo fue en sus objetivos perfectamente definidos y en la prioridad que le confirió a las actividades agrícolas y pecuarias a nivel nacional. El tenía plena conciencia de que en esa época la agricultura era la primera y más importante fuente de recursos para el Estado dominicano, y que más del 80 por ciento del producto bruto interno, provenía de la actividad rural.
Por esa razón dedicó su primera atención, después de sus planes para consolidar su poder político, al fomento y modernización de las actividades en el campo. Prueba de esto se aprecia en la calidad de las personas que escogía para dirigir los destinos de la secretaría de Agricultura (hoy ministerio), como el Ing. Manuel Salvador Gautier, graduado en Bélgica; Huberto Bogaert, con una extensa experiencia en el cultivo de las tierras de su familia en Mao; Ing. Andrés Pastoriza, Ing. Mauricio Alvarez, César Tolentino y Luis Ibarra Fas.
Uno de los primeros rubros que atendió fue el cultivo de arroz, dispensándole continuidad a la política de construcciones de canales de riego desplegada por Horacio Vásquez. A raíz del ciclón San Zenón se fomentó la autosuficiencia arrocera a través de incentivos a las siembras y la incorporación de nuevas áreas en el Cibao Central y en San Juan de la Maguana. Para esa fecha se importaba arroz y el futuro dictador dispuso una campaña contra el consumo de arroz importado, que dio como resultado que en apenas diez meses el país fuera autosuficiente en la producción del cereal.
El gobernante inició un proyecto de desarrollo arrocero, con el concurso del gobierno de Italia, mediante el establecimiento de un centro experimental en El Pozo, provincia María Trinidad Sánchez (antes Julia Molina), ensayo que tuvo un final trágico porque la estación fue convertida en cárcel donde se confinaban los opositores al régimen y que eran sometidos a fuertes torturas.
A mediados de la década del 30 en el país predominaba el consumo de manteca de cerdo y el aceite de coco, pero cinco años después se desarrolló la siembra de maní a nivel nacional que sirvió de materia prima para producir un nuevo tipo un aceite de mejor calidad, en una alianza con la Sociedad Industrial Dominicana (La Manicera), hoy Mercasid.
Más adelante el Gobierno emprendió programas de siembra de plátanos y guineos que sobrepasaba el millón de tareas.
Estos dos productos constituían, junto a la yuca y la batata, los componentes básicos en la dieta de los dominicanos. Otros víveres se desarrollaron en las siembras de conucos que constituían una agricultura de subsistencia.
El azúcar, cacao, tabaco y café tuvieron un ritmo creciente en la Era de Trujillo y fueron renglones de vital importancia, tanto para consumo local como para la exportación. Durante la Segunda Guerra Mundial, en 1945, el tabaco dominicano mantuvo su primacía con la participación de compañías privadas. En cuanto al azúcar, el régimen operó una decena de ingenios azucareros, incluyendo el río Haina, instalado a mediados de 1951 y reputado como el principal para el área del Caribe.
Trujillo contribuyó con la instalación de escuelas agrícolas como el Politécnico Loyola, de San Cristóbal, y el San Ignacio de Loyola, de Dajabón, así como la estación experimental cafetalera de La Cumbre, en la carretera Santiago-Jamao. Además, su gestión construyó diques derivadores, acueductos, caminos vecinales, puentes y otras infraestructuras que garantizaron un mejor nivel de vida en la zona rural.
Cuando se produjo su histórico ajusticiamiento el generalísimo tenía en carpeta el diseño y los presupuestos correspondientes para la construcción de la presa Jigüey-Aguacate, a un costo de apenas dos millones de pesos, cuya coordinación estaría a cargo del ingeniero fallecido Carlos Ramón Domínguez. ))))