París. EFE.- El franco-polaco Balthus (1908-2001) fue ese pintor hechizado por los gatos, la ambigua belleza adolescente o los divanes, y cuya obra poliédrica repleta de rarezas y polaroids se expone en la galería Gagosian parisiense hasta el próximo 28 de febrero.
Anna Wahli comenzó a posar para Balthasar Klossowski de Rola (Balthus) con ocho años. Habitual de la consulta de su padre, médico en la diminuta aldea suiza que acogió el retiro del artista, éste se enamoró de la niña cuando una tarde, en el sendero que llevaba a la escuela comunal, la oyó tararear Mozart.
Tras el consentimiento paternal, la última musa del pintor posó en su estudio cada miércoles hasta cumplir los dieciséis. Entonces Balthus, un anciano de vista precaria que apenas distinguía sus bocetos, capturaba a su modelo con una polaroid.
Frente a la última tela del artista, la inacabada “La jeune fille à la mandoline” (La joven de la mandolina), la galería parisiense expone la serie de instantáneas que Balthus tomó de la jovencísima Wahli, una mirada preciosista que también brilla en inéditos dibujos de juventud, avance de su estética futura.
Son composiciones a la tinta firmadas en los años treinta y que hasta ahora jamás habían sido expuestas, “auténticas joyas”, en opinión del director de la galería Gagosian, Jean-Olivier Desprès.
“Hemos tratado de elaborar una panorámica de su obra, que no fue muy amplia, repasando temas menos conocidos para descubrir otro perfil del creador”, explica a Efe el galerista, quien contó con la complicidad de la familia del artista.
La famosa polaroid se la debía el pintor al cineasta italiano Fellini, cuya amistad cultivó durante su estancia en Roma como director de la Academia Francesa.
De grano y paletas cálidas, la cámara instantánea resultó una inesperada herramienta creativa para un artista reacio a los experimentos, muy púdico y al que la historia terminó consagrando como el antimodernista que fascinó a los modernos.
“La empleaba como un carné de notas y el resultado es extraordinario, nos permite introducirnos en la mirada del pintor”, se entusiasma Desprès.
Como su obra, las polaroids de Balthus abundan en “lolitas” de hombros desnudos y piernas larguísimas, a menudo franqueadas por un gato, el animal fetiche de un tipo que se presentaba como “el rey de los felinos».
Seguramente fue esa sensibilidad, cercana a una belleza subversiva y casi desechable, la que reviste a Balthus de una cierta contemporaneidad- una suerte de Humbert Humbert, el famoso amante de la “Lolita” de Nabokov, cuyos gatos y polaroids anticipan a su modo las obsesiones de la red social Instagram. “Absolutamente -concuerda Desprès-, un sencillo vistazo en la red demuestra cómo los nuevos estetas siguen fijándose en sus obras».
El galerista, convencido de la vigencia pasada y presente de Balthus, recuerda cómo a Picasso, poco dado a elogiar a sus contemporáneos, siempre le fascinó la obra balthusiana.
Pese al revuelo constante y el debate en torno a la impunidad moral del arte, los que le conocieron recuerdan a un tímido admirador de Courbet y de Piero della Francesca, y cuyo erotismo sólo escondía un fondo ideal, la aspiración a la belleza absoluta e ingenua de la preadolescencia.
Balthus murió en 2001 en Rossinière, la localidad suiza donde una vez tropezó con la Anna Wahli que canturreaba Mozart.
Hace unos años, en un texto incluido en el ensayo “Balthus- les dernières études” (editado por la casa editorial Steidl), ella recuerda cómo su padre, médico del pintor, le dijo- “Eres su mejor medicina».