Con los ojos del mundo puestos en República Dominicana debido a las deportaciones masivas de haitianos dispuestas por el gobierno, que ha provocado que nuestros obispos hicieran un ferviente llamado para que se hagan desde la justicia y el respeto a la dignidad humana, nos conviene que nos mostremos dispuestos a sancionar con severidad cualquier actuación que violente los derechos humanos de los repatriados, pero también de sancionar cualquier inconducta de los responsables de ejecutarlas o de resguardar la frontera común para evitar su ingreso a territorio dominicano.
Desde que el presidente Luis Abinader anunció el propósito de su gobierno de repatriar cada semana a diez mil haitianos en situación irregular, al menos un capitán de la Policía Nacional, un coronel del Ejército Dominicano y un sargento de la misma institución han sido detenidos por traficar con inmigrantes ilegales en la frontera y contrabando de mercancías.
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Alguien dirá, sin que le falte razón, que eso es poco si tomamos en cuenta que la desbordada inmigración haitiana que llevó al gobierno a tomar esa medida tan drástica es atribuida, precisamente, a la complicidad de los que están obligados a impedirla, pero hay que aplaudir y celebrar que se empiece a actuar contra los que deshonran de esa manera su uniforme, y sobre todo exigir que se sancione de manera ejemplar a quienes han convertido esa complicidad en un lucrativo negocio.
Soy perfectamente consciente de que muchos de ustedes piensan que estoy pidiendo demasiado, que no hay forma humana de acabar con ese trasiego y, por vía de consecuencia, tampoco con la entrada ilegal de nacionales haitianos a través de nuestra “porosa” frontera. Pero es una forma de decirle a nuestras autoridades que si no reducen a su mínima expresión esa complicidad dolosa, tolerada y consentida, estaremos siempre llenos de haitianos y tirando a la basura todo el dineral que se gasta en operativos para repatriarlos.