Será como un árbol plantado a la orilla de un río, que extiende sus raíces hacia la corriente y no teme cuando llegan los calores, pues su follaje está siempre frondoso, en tiempo de sequía no se inquieta, y nunca deja de dar fruto. Jeremías 17: 8
Cuando vemos un árbol con frutos nos maravillamos y de inmediato deseamos comer de ellos, para degustar aquello que nuestros ojos están viendo y que es imposible que pase desapercibido. La razón de su hermosura son las raíces profundas, las cuales se nutren de lo mejor de la tierra; porque jamás un árbol dará frutos de esa calidad si no ha profundizado sus raíces, pues no tendrá los componentes para crecer.
Así es nuestra vida en Cristo. Conforme sean de profundas nuestras raíces en el Señor, así serán nuestros frutos. Por eso, no podemos estar moviéndonos de un lado para otro y dejándonos afectar por circunstancias que no nos permiten permanecer estables en el lugar que Dios ha escogido para que demos frutos.
Cuando nuestras raíces son fuertes podrán soportar vientos, olas, tormentas, y no nos afectarán. Seguiremos dando frutos en medio de esas condiciones, las cuales no podrá resistir cualquiera que no esté bien plantado.
Demostremos la tierra en que hemos sido plantados, dando frutos a tiempo y a destiempo, porque nos nutre el Espíritu Santo, quien nos alimenta para que nuestros frutos sean apetecibles ante los ojos de los demás.