(Historia de una paradoja)
El exergo “poesía dominicana” une un par de sintagmas que inesperadamente crea un concepto que, a mi modo de ver, no ha existido nunca, por lo que referirse a ello es entrar abruptamente en el campo de una realidad que ha estado en permanente ebullición desde nuestra existencia como identidad histórica y política. No obstante, hay quienes se empecinan e insisten en esgrimir el término y hasta clasifican la poesía dominicana, en géneros, tendencias y estilos. Otros más arriesgados expresan que la nuestra es una literatura que posee tono, vocabulario, acento, ritmo, temple, atmósfera y visión propia.
Pienso que no podemos conceptuar desde esa perspectiva la poesía dominicana como tejido de signos de nuestra sensibilidad en el plano de lo universal, por la sencilla razón de que no hemos sido capaces de fundar los rasgos de alteridades intransferibles, que definen todo saber poético y sus estructuras de tradiciones sensibles, imaginarias y específicamente vitales, líricas, lingüísticas y culturales. Es decir, todavía no hemos creado el sistema de signos móviles y significantes que nos identifiquen de manera dinámica e innovadora en el mapamundi de las letras.
Si bien el Postumismo trató de cimentar la “poética de lo externo” a partir del redescubrimiento y valorización ontológicas de nuestra agonías, fisuras, deseos y fantasías, no hay que olvidar que Moreno Jimenes perdió de vista el hecho de que la conciencia objetivamente es inasible por ser esta irreal. Y que la única manera de descubrir la realidad es inventándola y no simplemente representándola. La realidad de la que participamos reside en el lenguaje, y el verdadero realismo, o tal vez el único posible, es el de la imaginación. La poesía no representa, significa su propia invención.
De manera que toda visión de la localidad y de la historia, su unidad y su mutua complementación, solo es posible porque la localidad deja de ser parte de una naturaleza abstracta y parte de un mundo indefinido, discontinuo y totalizante, y “porque el acontecimiento deja de ser un periodo de un tiempo igualmente indeterminado, siempre igual a sí mismo, reversible y simbólicamente pleno” (M.M. Bajtin). La localidad se convierte en una parte irremplazable de un mundo definido geográfica e históricamente, de este mundo absolutamente real y por principio visible, del mundo de la historia; mientras que el acontecimiento llega a ser el momento esencial y no transferible en el tiempo de la historia, momento que se cumple en este y solo en este mundo geográficamente determinado.
Como resultado de este proceso de mutua concretización y compenetración, el mundo y la historia se densifican en el mito que luego transforma en infinito lo real. Por eso todo cambio en la realidad es perceptible en el mito que devuelve hecho imagen el tiempo lineal. Así, el tiempo y la realidad se integran en el mito como imagen del ser en el mundo, pues el destino del ser es la historia de la imagen, que en la realidad no existe, sino como instancia de lo imaginario.
La formulación de lo nacional de Moreno Jimenes es una suerte de fabulación ideal de nuestras estructuras imaginativas y antropológicas, de acuerdo a “una metafísica de lo cotidiano”, que fallidamente aspiró dar cohesión a nuestra especificidad en el mundo.
Manuel del Cabral en su libro “Compadre Mon” (1940), funda el registro universal de una posible “prosodia criolla”. En “Trópico íntimo” (1930-1946), Franklin Mieses Burgos, crea un espacio crítico cargado de connotaciones oníricas, referidas a la “violencia opresiva” en la cual vivía la República Dominicana.
Con la publicación en 1998 del poemario “Las metamorfosis de Makandal”, Manuel Rueda instaura un universo mágico-religioso de creencias populares, al ironizar la “conducta ortopédica del poder político” en la República Dominicana, simulando una “ética de hermandad” unida a la historia del pueblo haitiano.
En el año de 1987 José Mármol publicó “La invención del día”, inventando un espacio de fantasías, mitos y leyendas, de seres cotidianamente atormentados, más allá de cualquier objetividad y entorno. Con el texto “Utopía de los vínculos” del año 1982, Cayo Claudio Espinal empieza a forjar la idea arquetípica de nuestra conciencia, escindida y manipulada por el desconocimiento de nuestra historia.
La Poesía Sorprendida acometió la empresa estética más ambiciosa y rica que conozca la poesía dominicana, desarrollando una ingente labor de difusión y conocimiento del arte universal. Ahora bien, no podemos decir lo mismo de su práctica escritural. Aunque si admitimos las dimensiones y honduras metafísicas de Franklin Mieses Burgos, tampoco podemos dejar de admitir que si obviamos algunos poemas de este autor, el movimiento de los sorprendidos, en su totalidad, no creó textos de auténticos fundamentos. Es decir, poemas que muestren en sus estructuras y técnicas constitutivas lo ilimitado de nuestra voluntad creadora, en un ámbito lingüístico de acentos, colores y olores propios e inherentes al tejido respiratorio de nuestra ontología; puesto que cuando se carga el acento en el ser que el lenguaje funda en el poema, este llega a penetrar y colocarse más allá de toda ideología, pero su eficacia y trascendencia estéticas están contenidas en la imagen íntima y específica que el poema inventa. Así, el poema extrae su realidad de estas cambiantes constelaciones subjetivas, que nos permiten definir sus fundamentos.
Al salir el texto del mundo empírico y crear otro mundo con fundamento propio y contrapuesto al primero, el nuevo mundo ha de revelar su propia ontología. Ante todo revelar su expresión original en el uso del lenguaje.
A sabiendas, pues, de esto, ¿pudiésemos afirmar que la Poesía Sorprendida logró crear una expresión original que revele en las estructuras materiales de la lengua los rasgos axiológicos de nuestra más íntima ontología? Creo que no. Sin embargo, podría argüirse que textos poéticos como “Yelidá”, de Tomás Hernández Franco, “Los Huéspedes secretos”, de Manuel del Cabral, “Banquete de aflicción”, de Cayo Claudio Espinal, “Lengua de paraíso”, de José Mármol, “Opio territorio”, de Alexis Gómez Rosa, “El Fabulador”, de José Enrique García, “Pseudolibro”, de León Félix Batista, entre otros, trabajan y transforman todos a su vez, los valores estéticos que no encontramos en los textos de los sorprendidos. Cierto, pero estos textos por ser poemas aislados, por sí solos, no constituyen un sistema de tradición y rupturas a lo interior de la poesía dominicana, toda vez que la tradición prefigura un campo de reenvíos dinámicos que sitúa y redefine permanentemente una literatura, de acuerdo a la calidad de sus obras y sus hallazgos precedentes, y el lugar que estos ocupan en el plano de lo universal.
Toda obra de real valor poético trabaja necesariamente una lengua-cultura, que asimila y cuestiona, a la vez que revoluciona sus hábitos, manías y tics verbales, sintéticos, rítmicos y lexicales. Pone en crisis, convulsiona, atormenta el uso de la lengua.
Por eso, finalmente, creo que ningún otro poeta dominicano ha historiado mística, simbólica y mágicamente, de manera renovadora nuestro ser en el mundo, ni tampoco ha cristalizado nuestras íntimas visiones, estilos y giros de lo imaginario, a partir de lo que Pedro Henríquez Ureña denominó “nuestra expresión”.
De acuerdo a estos criterios, todo decir original se desprende de la necesidad imperiosa de trabajar hondamente la expresión de lo propio, bajando hasta los fundamentos de las cosas que aspiramos decir; para infundir en ellas “no solo el sentido de lo universal, sino la esencia del espíritu que la poseyó y el sabor de la tierra de que se ha nutrido”.