Es una calle larga y silenciosa.
Ando en tinieblas y tropiezo y caigo
y me levanto y piso con pies ciegos
las piedras mudas y las hojas secas
y alguien detrás de mí también las pisa:
si me detengo, se detiene;
si corro, corre. Vuelvo el rostro: nadie.
Todo está oscuro y sin salida,
y doy vueltas y vueltas en esquinas
que dan siempre a la calle
donde nadie me espera ni me sigue,
donde yo sigo a un hombre que tropieza
y se levanta y dice al verme: nadie. Octavio Paz
Decidí desde hace un tiempo, no enojarme cuando tengo que transitar por esta ciudad. A veces dejo pasar el tiempo escuchando mi música preferida. Otras veces, como ya he escrito, me divierto mirando la gente que como yo, deben salir de sus hogares a realizar sus tareas. Y la verdad, observar el ir y venir de la gente te encuentras con un verdadero laboratorio de la vida. Cada trayecto es un teatro triste, alegre a veces, deprimente otras tantas.
Y eso, que reconozco que camino por las calles céntricas de la selva capitalina. Tengo la suerte de no verme obligada a entrar por oscuros callejones, ni lugares atestados de gente, que salen a la calle a tomar el aire porque sus viviendas (¡Qué eufemismo!) son tan pequeñas y calurosas, que la calzada se convierte en el lugar para pernoctar. El juego de dominó es el favorito para ver transcurrir el tiempo. Las mujeres se sientan en las calles a peinar a sus hijas que se quejan de los estirones y gritan. Es el lugar para lavar y tirar el agua sucia. Es el taller para arreglar las motocicletas que caminan por milagro divino. En sus esquinas se producen las conversaciones más triviales, profundas, y por qué no, horrendas también. Pienso en Emely, la joven adolescente que entró demasiado pronto en el juego del sexo. No sabía, no imaginaba que su aventura terminaría en tragedia. Y que su muerte se convertiría en un símbolo de denuncia sobre el abuso sexual y la falta de educación. Lo peor ha sido la forma en que fue asesinada y la conspiración de parte de la madre para ayudar al hijo a esconder su cadáver como si fuese una cosa cualquiera, como si la vida humana no tuviera valor. Así pues, la calle se ha convertido en un verdadero laboratorio de la vida.
Cuando me veo obligada a detenerme producto de los largos y temibles tapones, me distraigo observando a la gente. Lo primero que hago es observar a los vehículos del lado. Los que hablan sin cesar por teléfono, desafiando las leyes de tránsito que prohíben el uso de celulares mientras se conduce. Las mujeres que no tuvieron tiempo de maquillarse, y entonces, en cada semáforo en rojo o en cada parada forzosa, lo hacen lentamente. La primera parada la crema hidratante. Sigue en la siguiente, el polvo de cara, el rubor de los ojos. Para terminar con el lápiz de labios. Yo misma, en algunas ocasiones, he tenido que recurrir a ese subterfugio.
Están los peatones, los que no tienen vehículo propio y deben utilizar el transporte público. La necesidad de moverse ha convertido a la mayoría de la población en verdaderos acróbatas de la subsistencia y de la vida. Los carros públicos, algunos de los cuales caminan por obra y gracia de la creatividad de los mecánicos de los talleres barriales, se convierten en latas de sardinas. La gente que los utiliza se apretuja, se vuelve pequeña, diminuta. Cuando llega a su destino, al salir logra volver a su tamaño original, impregnada del olor de los otros.
Veo a los trabajadores caminar a su destino, cargando su típica carterita cuadrada donde se conserva su almuerzo. Tratan de ahorrar para poder estirar sus salarios y tal vez así puedan cubrir sus necesidades. Están los vendedores ambulantes. En las calles se vende de todo lo que necesites: frutas, aguacates, juguetes, conectores de celulares, verduras…. Yo tengo mis suplidores preferidos, como el que me suministra las mejores auyamas del mercado.
Están los dueños de las esquinas. Los que exhiben sus miserias a cambio de una moneda. El supuesto ciego que intenta hacernos creer en su ceguera para mover nuestros sentimientos. El que exhibe su quemadura corporal curada hace muchos años. Los adolescentes que durante el minuto que perdura el rojo del semáforo bailan esperando que alguien le lance alguna moneda.
Algunos lujosos y grandes vehículos guiados por choferes transportan a los ejecutivos que apenas se percatan de lo que ocurre a su alrededor. Leen la prensa, se enteran del mercado mundial; o sencillamente disponen las tareas que deben realizar sus subalternos.
Los autos reflejan muchas cosas. Las camionetas que caminan por la necesidad de transportar a sus choferes para vender lo poco que han conseguido. Los pequeños comprados a plazos por sus dueños, sacrificando otras cosas, a fin de evitar el tedio del transporte público que está en manos de poderosos sindicatos que se creen dueños de la calle. Los vendedores que transportan sus mercancías con la esperanza de ganarse sus comisiones. Los visitadores a médicos que se pasan el día yendo de un lugar a otro, esperando en pasillos su turno para convencer a los especialistas de las bondades de la nueva medicina que ha fabricado su laboratorio.
La calle por donde transitan los poderosos, o los que se creen poderosos. Odio escuchar los motores que flanquean a los funcionarios que se sienten en las nubes porque coyunturalmente tienen un puesto. En algunos lugares están atestados de los AMET quienes son responsables del caos. Un semáforo en rojo puede significar siga, no se detenga, continúe con su camino. Por el contrario, un semáforo en verde a veces debe interpretarse como ALTO, pare, desacelere. Y el amarillo no tiene significado alguno. Otras veces hay unos maravillosos tapones y los agentes del tránsito llamados AMET están bajo un árbol descansando.
Los motoristas, los temidos ratones de las calles que transitan sin respetar las vías, las aceras, los tapones, actúan sin lógica. Después de una experiencia terrible, cuando un día cualquiera a las nueve de la mañana, hace varios años, me disponía a cruzar la calle y un motorista suavemente me quitó los lentes que llevaba puestos. Temo el sonido de los motores. Lo peor es que algunos son trabajadores que utilizan ese medio de transporte, pero está tan socorrido que se ha convertido en un medio de asalto, que su sonido nos pone en alerta roja.
Así pues, la calle, el teatro de la vida, nos muestra sin pausa y con crudeza extrema la condición humana, la variedad de seres que componen esta humanidad que se deshumaniza aceleradamente. Hasta la próxima.