A principios del siglo XVII, fray Antonio de la Ascensión vivió un infierno y fue testigo de un milagro.
Había sido nombrado por el conde de Monterrey cosmógrafo de una expedición marítima para el descubrimiento de California, que zarpó del puerto de Acapulco en mayo de 1602. Unos meses después, los tripulantes empezaron a padecer «la horrible dolencia de las naves».
Según su relación de viaje, tenían «machas, inflamación de las encías, que impedían comer cualquier cosa, granos en la piel, inflamación de las rodillas, lo que imposibilitaba mover las piernas».
Todo esto acompañado de «un dolor universal de todo el cuerpo». «Y queda tan vidrioso, y sensible, que cualquier cosa que se toca, le causa tanto dolor, que si no es a gritos, y voces, no se puede tener descanso», agrega.
Al final, morían, a veces en medio de una frase cuando estaban «conversando con otros».
Finalmente atracaron en Mazatlán.
«En el navío no se oían, cuando aquí llego, sino gritos y exclamaciones de nuestra señora; y así ella, como Madre piadosa, se compadeció de tanta gente, y acudió, de suerte, que en diecinueve días que la nao aquí estuvo cobraron todos la salud«.
Era un milagro: «No hubo medicinas, ni drogas de boticarios, ni recetas, ni medicamentos de médicos, ni otro remedio humano», subraya fray Antonio.
Lo que sí hubo fue un descubrimiento casual.
Uno de los marinos que desembarcaron para enterrar a los difuntos, vio una fruta «que los naturales de aquí llamaban xocohuitztales», la probó y le gustó. Unos días después, tras comer más de esas tunas, notó que no le dolían tanto los dientes y que se sentía mejor, así que empezó a dársela a sus compañeros.
Hoy sabemos que los marineros estaban sufriendo de escorbuto, una dolencia que entonces era amargamente común y profundamente misteriosa: nadie sabía qué la causaba y aunque la experiencia les mostró a los marineros que los cítricos la aliviaban, no se sabía por qué.
También sabemos que la cura para esa y otras muchas enfermedades tan terribles y fatales es sencilla: vitaminas.
Pero poco sobre las vitaminas mismas ha sido sencillo. Descubrirlas fue todo un acto de fe que requirió creer en algo que no se podía ver. Y entenderlas es una tarea que estamos lejos de completar.
Descubrir lo que no está
Solemos ser conscientes de cuán significativo fue el descubrimiento de la penicilina, pero no tanto del sufrimiento que alivió el de las vitaminas.
La historia empezó a mediados del siglo XIX, en la época de la revolución pasteuriana, cuando se pensaba en la infección microbiana como la posible explicación de todas las enfermedades.
Por eso los investigadores que estaban buscando la causa de enfermedades como el escorbuto o el beriberi esperaban encontrar algo, no la ausencia de algo.
Así que fue muy difícil, tomó varias décadas y el enorme esfuerzo de muchos científicos vislumbrar lo que estaba sucediendo.
Su descubrimiento fue un hito en la medicina moderna: por primera vez en la historia supimos que las enfermedades y hasta la muerte podían ser causadas no solo por agentes infecciosos sino por la simple ausencia de una sola sustancia en nuestra dieta, una vitamina.
Para los médicos fue y sigue siendo muy gratificante ver a sus pacientes mejorarse de afecciones serias con sólo asegurarse de que ingieran las vitaminas adecuadas.
La vitamina A, que se encuentra en los productos lácteos, el hígado y el pescado, previene la ceguera y las deformidades del crecimiento. Suficiente vitamina B1 evita el beriberi, que desde mediados del siglo XIX hasta principios del XX fue una de las principales causas de mortalidad en Asia.
Hasta el «vampirismo», como a veces se le dijo a la pelagra, que produce el deseo de carne cruda, sangre que gotea de la boca, piel pálida y susceptibilidad al sol, agresión y locura, es sólo falta de vitamina B3.
Así, muchas más; la lista es larga.
Son vitales pero no las tenemos
Hoy sabemos que hay 13 vitaminas humanas y las hemos nombrado con las letras A, B, C, D, E y K. Si las cuentas no te dan es porque hay 8 vitaminas B.
Son esenciales para nuestra vida… pero entonces, ¿por qué nuestros cuerpos no pueden producir casi ninguna de ellas?
Los expertos piensan que las formas de vida más tempranas, aquellas que existieron hace unos 4.000 millones de años, podían producirlas por sí mismas.
Con el paso del tiempo, algunas especies se volvieron expertas en producir algunas de ellas, como las plantas que se convirtieron en fábricas de vitamina C.
Otras, no sólo la nuestra, fueron perdieron esa habilidad.
Los primates, así como los conejillos de indias, los murciélagos y las aves cantoras, por ejemplo, no podemos producir vitamina C a pesar de que tenemos todos los genes que usan los vertebrados que sí pueden.
Investigaciones recientes revelan que a medida que los animales, nosotros incluidos, empezamos a consumir frutas y hojas que nos proveían toda la vitamina C que necesitábamos y más, dejamos de producirla.
Así, las especies empezaron a depender unas de otras creando lo que los científicos llaman el «tráfico de vitaminas».
Dos excepciones, pero una opción desagradable
Mantenemos, sin embargo, la capacidad de producir dos de las 13 vitaminas.
Una es la vitamina D, que la produce las células de nuestra piel cuando les cae la luz solar, lo cual es afortunado pues es difícil, aunque no imposible, obtener suficiente a través de la dieta.
La otra es la vitamina B12.
Para ser más precisos, no la produce nuestros cuerpos: la B12 es producida por bacterias.
Lo que pasa es que nosotros tenemos esas bacterias en nuestros intestinos. Desafortunadamente, están en la parte final del tracto digestivo, donde ya no puede ser absorbida por el cuerpo.
Los conejos tienen el mismo problema, y lo solucionan comiéndose su caca.
Nosotros preferimos obtener la B12 que necesitamos consumiendo otras cosas, como carne de vaca o almejas, pues estos animales tienen sus bacterias en la parte de sus entrañas en la que sí puede ser absorbida.
Un científico brillante con una idea dudosa
Los alimentos contienen una forma barata y sencilla de acabar con el sufrimiento de millones de personas en todo el mundo.
Una dieta equilibrada, con una mezcla de frutas, verduras, cereales y grasas, puede proporcionar las pequeñísimas cantidades de vitaminas necesarias para mantener una buena salud.
Solo en casos especiales, los médicos recomiendan tomar dosis más altas de vitaminas, como en el embarazo, cuando un suplemento de ácido fólico ayuda a prevenir defectos de nacimiento en los bebés.
Pero hace 50 años, apareció alguien que transformaría la percepción mundial de las vitaminas. Alguien tan poderoso que las sacaría de los consultorios médicos y los llevaría a millones de hogares y tiendas.
Se trataba de Linus Pauling, una superestrella científica. Albert Einstein lo consideraba un genio.
Había ganado dos premios Nobel individuales, el de Química y el de la Paz. Además, era encantador y carismático. Parecía que podía pasar sin esfuerzo de un área de la ciencia a otra. Tenía un conocimiento enciclopédico de química, física, biología y medicina.
A fines de la década de 1960, el gran hombre tuvo una gran idea. Pauling se convenció de que las vitaminas no solo podían prevenir las enfermedades por deficiencia, sino que podían hacer algo mucho más grande.
Creyó que tenían el poder de prevenir enfermedades que nada tenían que ver con la deficiencia, enfermedades que nos amenazaban a todos, como el cáncer, la cardiopatía, incluso podrían retrasar el envejecimiento.
La clave, según Pauling, era tomarlos en grandes dosis.
Cuando llevó su mensaje al mundo, al público le encantó.
Su idea inspiró además a toda una generación de gurús de la salud, que aconsejaban tomar altas dosis diarias de vitaminas. Y se generó una enorme industria.