Si ya en la Cámara de Diputados están conciliadas en un 90% las posiciones de las bancadas partidarias para actualizar el Código Penal, lo más importante sería garantizar que en esa misma proporción resulte apropiado para enfrentar la disparada criminalidad.
Si superar las obsolescencias de un instrumento fundamental para la seguridad ciudadana va a seguir subordinado a unanimidades de criterios políticos y legislativos, se condenaría interminablemente a la sociedad a la desprotección jurídica para la mayoría de las amenazas que van a su encuentro cotidianamente.
Aquello en lo que no puede avanzarse para dejar satisfecho a todo el mundo debe quedar indefinido como asunto congresual con alguna fórmula equidistante y transitoria sin ganancia de causa para ninguna de las partes.
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Convertido, preferiblemente, en materia a ser colocada más adelante en agendas legislativas para conocimiento separado; desactivada como manzana de discordia retardataria de los cambios que requiere el sistema judicial para ser eficiente en la contención de la delincuencia.
Superados los obstáculos que han empantanado la reforma, el Congreso debería ser diligente en aprobarla tras dar a conocer con amplitud a la opinión pública los ajustes textuales que podrían ser conflictivos todavía; un filtro ciudadano para evitar el descubrimiento tardío de detalles improcedentes si se apela a los tratamientos al vapor o palos acechados.