Desde el reinado de Isabel Mayer hasta hoy, ha sido difícil justipreciar a las mujeres con poder. Existen manifestaciones esporádicas de corrección política que tropiezan con la pared de los prejuicios. El titubeo es frecuente al momento de situar debido a la fragilidad del convencimiento.
Los hacedores de opinión y portaestandartes de la ética, asumen la actitud facilona propia del “hombre light”, aquel sujeto tan bien descrito por Enrique Rojas, antes de la “Civilización del Espectáculo”.
EL doble discurso los catapulta, propalan con desenfado que son “feministos”, pero su doblez es más que evidente.
Sucede con la valoración del procerato criollo, con la genuflexión ante el funcionariado de antes y ahora. Acotejan sus principios y cuando se trata de mujeres, si es afín a sus propósitos, descubren virtudes en sus pecados. En nombre del frágil y rentable oportunismo, las colocan en un pedestal. Instrumentalizadas, son guerreras invencibles.
Por eso defienden a Minerva Bernardino. Encubren sus delitos y solo destacan sus aportes a la Declaración Universal de Derechos Humanos.
La corrección eventual oscila entre la exaltación de la belleza, el reconocimiento al sacrificio maternal hasta la sordidez. Imposible olvidar aquella frase usada para identificar a ese portento de la literatura, Aida Cartagena Portalatín, como “el monstruo que menstrúa”.
La falsía se reedita contundente, sin brillantez. Bastó que Margarita Cedeño Lizardo expusiera su intención de optar por la candidatura presidencial en las primarias de su partido para que damas y caballeros, abanderados de la corrección política dedicaran sus energías al insulto. Colocada en el cadalso piden refuerzos para lapidarla.
La debilidad del movimiento de mujeres, con arrebatos ocasionales, excluyentes y financiados, abona el ultraje. Su cooptación irrita. La “sororidad” se tambalea para sumarse al coro del denuesto y la violencia.
Ocurrió en otra época con la ex senadora del DN, primera vicepresidente de la República. Despreciada en su partido, víctima de las vacilaciones feministas, decidió continuar desoyendo agravios, quizás consciente de la mezquindad del entorno.
El tratamiento piadoso para las mujeres con funciones públicas y aspiraciones políticas, es ofensivo. La batalla exige igualdad. Escuece que esos juzgadores jamás se refieran a sus pares, con tal virulencia. Omiten la mención de los políticos que demandan y pagan abortos para evitar bastardías. Callan el nombre de maltratadores, homicidas, extorsionadores, desfalcadores, incestuosos, estupradores, pedófilos.
El destape confirma que la convicción nunca ha existido. Sin la incomodidad de las caretas, sin vergüenza ni pose, convierten la infamia en consigna.
Las mujeres de Estado provocan demasiado. Confunden a los adversarios y también a los aliados. Ignorarlas es una opción. Cuando su actitud no es desafiante reciben halagos y les proponen asesorías para enseñarlas a conocer los meandros del quehacer público.
En esta competencia no hay tregua. Sin embargo, como es temporada de transparencia e independencia, sería útil una alianza entre los detractores de la precandidata. Juntos podrían acordar la suspensión fugaz de acusaciones morales para dedicarse a redactar una querella con la tipificación de las infracciones que le imputan. Sería
excelente oportunidad para convertir el insulto en sentencia y así ganamos todos.