Ningún exponente de la fauna política tradicional puede excusarse del uso de los medios como trinchera para afectar la reputación de sus adversarios. Hace tiempo, la noción de lo ético sufrió una lamentable metamorfosis porque los circuitos que sirven de validación andan asociados al monto de recursos para cuidar las imágenes. Allí se imponen las complicidades e interpretación antojadiza de la decencia.
El que pasa balance de los presupuestos destinados a edificar perfiles idílicos de la fauna partidaria puede darse cuenta del vínculo entre montos y buena reputación. Y fundamentalmente por el carácter de rentabilidad estacionado en las estructuras de la comunicación, muy definidas en el sentido empresarial de los medios. Por eso, muchas reputaciones cambian de valoración en la medida que los recursos financieros, casi siempre públicos, cesan y se abren las compuertas de una sincerización del actor político. Nadie es honesto porque lo dicen los medios. Inclusive, el interés promocional, en ocasiones, mueve a sospechas.
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Lo que acontece en el país radica en una terrible distorsión moral, caracterizada por un ejército de rufianes, siempre aptos y con ventajas económicas, para hacer del válido interés por la transparencia un paredón de fusilamiento moral. Por eso, un doble grado de complicidad se desarrolla desde el momento en que los funcionarios deciden comprar el silencio, vía publicidad o cualquier tipo de favor y abren su apetito y/o haciendo del objetivo ejercicio de observación al desempeño una trinchera irracional caracterizada por simpatías que se radicalizan no con la intención de buscar la verdad sino de dañar políticamente. Y la culpa la tienen exponentes del sistema partidario que, buscando protección y comentarios complacientes, han organizado un negocio rastrero alrededor de la opinión pública.
A lo que nadie puede resistirse es al derecho de los ciudadanos a indagar sobre el manejo de fondos públicos. Rendir cuentas, responder y deslindar los campos entre la distorsión sediciosa y falsa, contraponiéndola ante al hecho cierto es lo propio en un auténtico modelo democrático.
Aquí, la fuerza partidaria edificada alrededor de la honestidad perdió la batalla en el corazón de los electores. De ahí, un esquema políticamente acertado que consiste arrinconar moralmente a su adversario. No obstante, lo que no puede hacer la fuerza oficial es permitir que los cuestionamientos se correspondan con la realidad. Y en la nación no podemos tolerar que la discusión esencial hacia el 2024 se reduzca al sector más o menos corrupto.
Nadie pone en tela de juicio que, el sentido de imparcialidad y objetividad de los medios estará penetrado por toda clase de intereses.