Una sed infernal sofocaba mi garganta. Desde que llegamos a la explanada, ese primer día, no habíamos tenido tregua.
Envuelto aún en la oscuridad de la madrugada, el polvo amarillento penetraba los ojos. Y ya la ropa estaba toda de sudor.
Los cadetes y los instructores nos hacían correr, rodar sobre el cascajo, dar vueltas a los árboles distantes y alcanzar la pileta seca al paso de la gallina.
Faltando veinticinco minutos para las ocho, un sargento mayor dio la orden de baño.
Parecía imposible con tantos cuerpos queriendo llegar hasta los cubículos de las duchas.
Había que hacerlo.
El desayuno era a las ocho en punto y había que hacer fila frente a la cocina.
Nada había cambiado con relación al día anterior.
El cocinero dejó caer dentro de mi plato metálico dos pedazos de guineos salcochados en sus cascaras y una porción de coditos pasmados.
Sin más alternativa que la realidad misma, cerré los ojos y engullí todo aquello valiéndome de un aliento inventado.
A la nueve de la mañana entramos a un enorme almacén donde había montones de ropa militar.
“¡Mídanse cada uno dos piezas!”, dijo el instructor.
Sentí una sensación muy rara envuelto en el verde olivo.
Vestidos así, a las 9:30 regresamos a la explanada.
No había transcurrido media hora cuando ya la ropa estaba completamente saturada de sudor.
El sol, que se había calentado como un horno, caía sin piedad sobre los cuerpos.
A media tarde sentí el desfallecimiento.
En un instante vi a un cadete tomando agua de una jarra. Paralizado por el ansia, le imploré con los ojos unas gotas.
Y el fijamente me preguntó:
-¿De verdad quieres?
-Si-le contesté apresurado.
Fue entonces cuando vertió todo el líquido sobre la tierra seca.