Pionera de su clase en el Magreb, la recién estrenada Escuela Nacional de Tatuaje de Túnez lucha contra el tabú del Islam al tiempo que bucea en la tradición beduina para tratar de abrirse hueco en la sociedad tunecina y ofrecer a los jóvenes una salida laboral.
Si bien para los devotos más conservadores el tatuaje significa un acto de mutilación del cuerpo, prohibido por tanto por la religión, el tatuaje forma parte de la tradición amazigh que ha convertido en célebres los símbolos que decoran los rostros de las mujeres beréberes del norte de África.
“La gente ha olvidado la historia y creen que todo comenzó a partir de la colonización árabe”, explica su fundador, Fawez Zahmoul, que rechaza que se trate de una “moda” o una importación occidental.
Zahmoul, licenciado en ingeniería de sonido, comenzó en el arte del tatuaje hace 15 años pero no fue hasta 2016 cuando logró abrir el primer estudio en el país, un hito ya que sacó la profesión de la clandestinidad.
“En todas las religiones existe el concepto de sagrado o prohibido pero al final se trata de una decisión personal”, defiende el artista, discreto tanto en palabras como en los tatuajes que cubren su cuerpo, que sufrió una agresión poco después de abrir su negocio, acusado de utilizar productos “satánicos».
Zahmoul, que batalla desde hace años por su legalización, no solo ha tenido que vérselas con la tortuosa burocracia tunecina, también afrontar el desafío que para cualquier empresario significa introducir en el país material de importación.
Material caro, que en ocasiones queda retenido meses enteros en el puerto, bloqueado por las aduanas tunecinas, consider
adas uno de los principales nidos de la endémica corrupción que todavía destruye el país. “Gracias a los trabajos que realizo en el extranjero puedo permitirme comprar material y abrir la escuela”, asegura el empresario, que como el resto añade a sus penas la devaluación galopante del dinar tunecino, que en apenas un año ha perdido el 60 por ciento de su valor.
Una inversión considerable también para su primera promoción de estudiantes, una decena de alumnos que deben pagar de matrícula unos 4.000 dinares (alrededor de 1.100 euros).
Estos aprenderán en los próximos seis meses conocimientos básicos de enfermería e higiene, además de historia del arte y de la imagen junto a técnicas del tatuaje.
Concentrados sobre los pupitres, un grupo de ellos trabajan en silencio sobre piel sintética mientras el ruido de las máquinas se mezcla con la música clásica que suena de fondo.
Sami Essid, fisioterapeuta de 31 años, ocupa la primera fila sin apenas levantar la mirada de su obra- una calavera de grandes ojos negros.
“Cuando me hice mi primer tatuaje, miré al tatuador y me dije- esto es lo que quiero hacer”, explica mientras muestra sus brazos cubiertos de trazos de tinta. “Por aquel entonces me enteré de que Fawez iba a abrir una escuela y he estado esperando durante dos años”, añade.
“Puede parecer extraño pero al mismo tiempo son dos profesiones que comparten el factor médico. Mi sueño es abrir mi propio consultorio de fisio-tatuaje”, señala en un tono divertido.
A su espalda, su compañera Ghana Atiaoui, de 19 años y la única mujer presente, concilia su pasión con sus estudios en gestión turística.
«¿Cómo terminé aquí? Es gracioso, mi madre me sorprendió un día dibujándome en el brazo y fue ella quien me propuso inscribirme. Me dijo- tienes un don, aprovéchalo mientras continuas con tus estudios”, recuerda orgullosa.
La próxima generación de artistas es consciente de los prejuicios a los que deben hacer frente, a menudo relacionados con la delincuencia y el presidio, pero confían en que una vez que la sociedad tunecina recupere esta tradición quedará impregnada como tinta sobre la piel.