Cuando ya no es un secreto el contenido del proyecto para reformar el Código Penal, asoman las quejas. A un tris de imponerse, por obra y gracia de designios superiores, personas que solo repudiaban la nueva normativa por excluir las tres casuales que permitirían la supresión del embarazo, descubren que tiene tipificaciones tan deleznables como la que convirtieron en pancarta.
Por acatar mandatos de agencias y del oportunismo cívico, despreciaron propuestas y advertencias. El
momento obligaba a mezclar proselitismo con ideología y el compromiso provocó el error. Limitaron
las objeciones solo a un tema y perdieron la oportunidad sin disminuir el entusiasmo porque la
presunción de un triunfo electoral garantizaría decretos favorables. La equivocación fue creer que circunscribir las demandas evitaría enfrentar el inventario de disparates conceptuales más cerca del medioevo que de la ilusión del Cambio.
La revisión de la bibliografía existente, el acercamiento a centros de estudios especializados que conservan la historia de los reclamos feministas desde la década de los 80 y la mezquindad no puede ocultar, hubiera permitido un trabajo exitoso. Para el feminismo de entonces con reflexión y producción teórica continua, mencionar tres causales resulta y resultaba una concesión inaceptable. La despenalización del aborto, sacar del código esa atrocidad, siempre fue la exigencia.
Perdieron tiempo y espacio y no hojearon el texto para percatarse de la reiteración de afrentas y de
tipificaciones inadmisibles, encubiertas algunas, torpes otras, que recuerdan épocas superadas gracias a la
promulgación de leyes como la ley 24- 97, la 136- 03.
Porque es mentira, aunque se repita en la tertulia, que el código penal vigente es el mismo que fue adoptado en 1884. Las modificaciones constantes han permitido adecuaciones sin reconocer que amerita nuevos tipos penales-sin galicismos ni anglicismos, por favor-. Si fuera estático el código,
perviviera, verbigracia, el homicidio excusable cuando el marido sorprende a la esposa en el lecho conyugal con el amante. Si jamás se hubiera reformado, la virginidad sería un elemento para considerar en el caso de sustracción, la violación no existiera entre cónyuges tampoco cuando la víctima es varón.
El triunfalismo agrede el derecho a decir, a disentir. La disonancia dicta y cualquier opinión diferente
sucumbe. Volver a la discusión sobre el contenido del CP además de inútil significa derrota. Por cada
objeción a su articulado decenas de aplausos validan el desatino. Del legado de Napoleón Bonaparte
pasamos al Código Genao, con arrullo del Camú.
De manera imperceptible entre la insistencia de nuevos tipos que sirven de alpiste para el populismo, ha vuelto la justificación de la violencia, la servidumbre conyugal, el agravio a la infancia. Quizás lo peor es comprobar la inexistencia de un Congreso que permita equilibrar o morigerar el omnímodo poder presidencial. Los balbuceos de los legisladores están más cerca de la obediencia que de la función esencial del primer poder del estado. Rasgarse las vestiduras es improcedente
porque vestidos no hay. Indiferentes al espanto e inmunes al escándalo, pronto promulgarán eso. Ahora es infructuoso el rechinar de dientes, luce tan banal como aquel desgañite circunstancial, dirigido, que
impidió ver el bosque.