La ley 241 sobre Tránsito de Vehículos, promulgada en el año 1967, estuvo vigente durante 50 años. Servía para abogados principiantes y también para veteranos que tenían igualas con las compañías aseguradoras y asistían con desgano a las audiencias, dispuestos a solicitar reenvíos. Modificaciones sucesivas intentaban adecuar el contenido para satisfacer las necesidades de la población y prevenir los accidentes de tránsito y sus consecuencias. Ninguna de las adecuaciones fue suficiente para contrarrestar la inseguridad en la vía pública y la temeridad de los conductores.
Después de conocer la persistencia del problema y la imposibilidad de enfrentarlo con la normativa existente, Tobías Crespo, exdirector de Tránsito Terrestre, se empeñó en redactar y presentar un proyecto con la solución. El diputado defendió, en todos los espacios posibles, la urgencia de promulgar la “Ley de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial de RD”.
Los legisladores necesitaron cinco años para ponderar su pertinencia. Desde el 2017 está vigente y lamentablemente la transformación pretendida no se produce. Hay más transacciones que cambio, más extorsión a la autoridad que ejercicio pleno de sus funciones tal y como dispone la ley 63-17.
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Mientras tanto, el país logra el primer lugar en el ránking mundial de mortalidad por accidentes de tránsito y nada pasa. A pesar del entusiasmo con la creación del Instituto Nacional de Tránsito y Transporte Terrestre (Intrant) y la Dirección General de Seguridad de Tránsito y Transporte Terrestre (Digesett) las infracciones se resuelven con “dame un chance” y “tú no sabes quién soy yo”.
Los 360 artículos de la ley son desconocidos. Todavía se repiten las siglas que identificaban instituciones del pasado y la ciudadanía menciona procedimientos y entidades inexistentes. Acusan a “los AMET”, hablan de Onatrate y de la OMSA.
El colectivo asume, además, que los dueños de la vía pública, son los poderosos comandantes de federaciones y confederaciones del transporte urbano e interurbano. Aquellos dueños del país, como los bautizó Radamés Gómez Pepín – director de El Nacional- hoy son más dueños que antes, no solo por controlar miles de sindicatos sino porque algunos pertenecen al primer poder del Estado.
Esos patriarcas del caos, ayudan a ganar elecciones, son intocables. Valen más que la ley, en un país de institucionalidad acomodaticia.
Por eso el transporte de pasajeros, en lugar de estar regulado y gestionado por el Estado -a través del Intrant y los ayuntamientos- depende de las empresas privadas. Ha sido imposible, por ejemplo, establecer el sistema de inspección técnico vehicular previsto en la ley.
Después de la tragedia ocurrida en el Boulevard Turístico del Este, el 6 de octubre, con un saldo fatal de cuatro personas muertas, decenas de heridos, algunos con lesiones permanentes, el desafío a la autoridad es constante. Los dirigentes de grupos organizados de taxistas que operan en la región del siniestro, protegen al conductor del autobús volcado. Reclaman impunidad al fiscal y provocan al Intrant.
El lance apenas comienza. El director de Intrant necesitará entereza para impedir que el chantaje afecte sus funciones y para evitar que la ley siga en reposo.