El sistema escolar público, receptor excepcional de recursos presupuestales, debería destacarse por sus frutos pero previo a la reapertura de clases faltó presteza en conformar un óptimo personal docente y en la rehabilitación de planteles deteriorados por el uso, las inclemencias y la falta de protección y mantenimiento.
El retorno a la docencia presencial, precario en importantes aspectos, comenzó después de una larga ausencia de actividades en aulas que daba suficiente tiempo a las autoridades para crear condiciones favorables a los ejercicios educativos que se sabía que les vendrían encima ineludiblemente.
Malas relaciones con proveedores pusieron a pasar hambre a multitudes de estudiantes en las primeras semanas del año lectivo sin desayunos ni almuerzos.
Y en el lapso de la parálisis por pandemia faltaron voluntad y acciones bien planificadas para hacer posible la Tanda Extendida, reducida a utopía como horario adicional que se desaprovecha.
Deudores consumados, los órganos estatales de hoy que debían imprimir fluidez a la construcción de escuelas, siguieron el mismo trillo de antes que hace aparecer por muchos sitios del país edificaciones escolares a medio talle y abandono. Como ruinas modernas algunas.
No pocos constructores están con la soga al cuello por prolongados retrasos en el pago de cubicaciones por un culto oficial a la morosidad que eleva costos finales y priva onerosamente de obras imprescindibles a la sociedad.