En realidad la actividad delictiva y la degradación moral a nivel de la vida familiar no son un fenómeno nuevo en la sociedad nacional, pero hay justificada inquietud por el inusitado incremento que registra en los últimos tiempos con episodios y modalidades espeluznantes y llenas de insensibilidad humana.
Feminicidios, violaciones y asesinatos de niños a manos de parientes y personas de su entorno familiar más cercanos con agresiones incluso de sus propios padres y madres, presentan un panorama dantesco de sangre, frustración, impotencia y abatimiento emocional.
La gran pregunta que se formulan a diario por estos hechos en diferentes estamentos de la población y que aun especialistas de la conducta, entre los que figuran sicólogos, siquiatras y sociólogos, no logran desentrañar concretamente, aunque se elaboran diferentes hipótesis, es ¿qué está pasando en los entresijos de nuestra sociedad para que seamos a la vez testigos y víctimas de tan extendida tragedia?
Efectivamente, además de que no tenemos un claro diagnóstico a la vista, quizás porque estamos en presencia de una profunda crisis social en la que se entremezcla un conjunto de factores, la inquietud y desaliento mayor radican en que no sabemos cómo enfrentar este oscuro horizonte y encontrar cuando menos un poco de luz esclarecedora que ponga término a tantas tinieblas.
Aunque con apreciaciones empíricas pero no por ello carentes de fundamento, ya que tienen la fuerza de la experiencia vivencial y testimonial y por una suerte de sicología natural, nuestros mayores ya advertían desde hace tiempo los signos de lo que ahora percibimos como un indetenible relajamiento de principios básicos para la convivencia en sociedad.
Se nos advertía entonces y al parecer no les hicimos caso, que estábamos expuestos a un proceso de progresivo deterioro moral, de una pérdida gradual pero al parecer indetenible de lineamientos que son fundamentales para que un conglomerado social pueda subsistir con decoro, dignidad y respeto, condiciones que no solo deben ser impuestas por las leyes, sino por un estado de conciencia individual y colectiva.
En otras palabras, estamos camino al acabose, o sea un colmo de males que paradójicamente estamos aceptando como natural y cotidiano, perdiendo nuestra capacidad de reacción y repulsa frente a hechos y situaciones horripilantes y bochornosas, dando a todo este desorden moral e institucional una suerte de aprobación tácita y de inexcusable complicidad.
En busca de rating, posicionamiento y masiva aprobación, medios, periodistas y comentaristas se dejan arrastrar por el deprimente influjo de acontecimientos, no siempre ciertos o exactos y en todos los casos de escasa relevancia informativa, pero que se deciden a publicar porque en las redes sociales aparecen con detalles y características que garantizan de antemano una proyección viral, ya que mueven el morbo y las bajas pasiones.
Todo esto representa un perverso círculo vicioso que hay que romper si queremos avanzar a una sociedad donde además de los parámetros económicos y desarrollo, se impongan controles al afán de lucro, a la corrupción en todas sus modalidades y expresiones y que como contrapeso se fortalezcan la familia y los valores morales e institucionales sin los cuales una sociedad y sus gobernantes pierden su condición esencial y su obligación de ser garantes de la convivencia pacífica y armoniosa.