La Sagrada Escritura nos muestra un Jesús que nació en la sencillez, se compadeció de los necesitados y promovió la misericordia y el amor al prójimo hasta morir crucificado.
En estos dos mil años, el cristianismo ha tenido una historia densa, de enfrentamientos y divisiones, de complicidad o confrontación con el poder político.
En la Europa medieval se delinearon las dos grandes corrientes que han moldeado el cristianismo que conocemos: la católica romana y la protestante. Mientras la católica ha mantenido su estructura jerárquica unificada, de la protestante han surgido muchas denominaciones hasta producirse el conglomerado llamado iglesias evangélicas.
En la erupción política de las décadas de 1950 y 1960, al surgir simultáneamente las luchas de liberación nacional y de reconocimiento de derechos civiles, se generó un progresismo dentro de la iglesia católica y en algunas evangélicas.
En América Latina, la teología de liberación hizo causa común con los movimientos revolucionarios. En Estados Unidos, las iglesias evangélicas negras sirvieron de base e inspiración al movimiento por los derechos civiles.
Sin embargo, a fines de la década de 1970 comenzó a producirse un cambio significativo.
En la Iglesia católica, Juan Pablo II impulsó en su papado (1978-2005) una desvinculación de la Iglesia con las revoluciones del Tercer Mundo. Quería limpiarla de cualquier influencia de las ideas socialistas que inspiraban los movimientos revolucionarios de aquella época.
En Estados Unidos, el Partido Republicano necesitaba una base electoral grande y estable para impulsar el nuevo modelo económico capitalista (neoliberalismo), fundamentado en la idea de un Estado más favorable al empresariado con mayor privatización, menos impuestos al capital, menor protección laboral y menos gastos sociales.
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Temerosas de los avances civiles de los negros y otros grupos oprimidos, las iglesias evangélicas blancas se articularon políticamente con el Partido Republicano para generar una ofensiva contra las garantías que ofrecía la democracia liberal a los nuevos sujetos sociales constituidos en identidades étnico-raciales, de género y orientación sexual.
Ronald Reagan fue el primer presidente que compactó los evangélicos blancos en torno a un proyecto político ultraconservador para desarticular los programas de acción afirmativa en educación y empleos para minorías étnico-raciales, y desmantelar los recién adquiridos derechos reproductivos de las mujeres (de ahí la ofensiva contra el aborto que aún continúa). A ese proyecto se unieron también muchos católicos blancos de clase obrera movilizados por el racismo. Luego vino la ofensiva contra los derechos LGBT, y en su campaña electoral en el 2016, Donald Trump incorporó el componente antinmigrante.
Ese movimiento político-religioso ultraconservador comenzó a extenderse por América Latina y otras partes del mundo en la década de 1980, tomando impulso en este siglo.
Así, el cristianismo ha sido pilar ideológico de la llamada “guerra cultural” que sustenta a los políticos autócratas-iliberales (Trump, Putin, Orbán y muchos más), negadores de derechos civiles a grupos sociales vulnerables. Qué lejos están, pienso yo, del Jesús de la misericordia y la justicia.
El papa Francisco ha querido ser contrapeso a esa corriente ultraconservadora, pero es un movimiento político-religioso potente y con mucho dinero, que no puede contrarrestarse simplemente con declaraciones esporádicas.