El sol padre de los incas
Dador de luz y calor…
Los mira distante
Y sus hijos en ritual sagrado
Celebran el amor
Que su padre les otorga.
El “Inti Raymi”
Fiesta del sol.
Alúmbranos padre y danos calor,
Que la Pacha Mama
Abriéndose está
Recibe tus rayos
Y de los hijos de su amor
Recibe las semillas
En sensual posesión.
Que suenen tambores
Rondadores pingullos,
las flautas de huesos
que entonen los ritmos
para su gran dios
que dancen los diablos humas
que la tierra esperando está
el más hermoso ritual.
La danza de la fertilidad,
Tanto en Machu Pichu
Como en Ingapirca
Los descendientes del inca
Se reúnen fervorosos
En algarabía ancestral,
Y le piden a su gran padre sol
Su ansiada libertad. [1]
Escribo estas palabras un atardecer maravilloso en mi ansiada fortaleza de la soledad en las montañas. Me acompaña, por supuesto, mi compañero de vida. Mientras escucho el zumbido de los pinos que bailan al compás de una agradable brisa de diciembre, escucho la música de mi preferencia y me tomo una copa de vino, pienso, pienso y me hago muchas preguntas. ¿Vale la pena preocuparse por el mundo, cuando los reclamos casi nunca son escuchados?
El sabor agridulce me acompaña. Cuando era muy joven hacía mi lista de proyectos, y con mi acostumbrada necedad por el orden, el cumplimiento de lo planeado, evaluaba siempre el cumplimiento. Con el paso del tiempo decidí ser más libre. Y, a esta altura de mi vida, en que me he ganado el derecho a hacer solo las cosas que amo, que ya no me importa demostrar nada, que he caminado, ya no defino metas. Seguiré escribiendo, porque es mi pasión; seguiré hablando, porque la palabra me define; y seguiré al lado de mi familia nuclear y ampliada; así como con la familia elegida: los verdaderos amigos. Tengo el firme propósito de amar más a mis nietos, mis tres regalos del cielo, que sus inocencias me alimenten y que sus alegrías me contagien.
Seguiré deleitándome con la lluvia, el amanecer, la puesta del sol, con la brisa que golpea mi cara, con los pajaritos que acuden al néctar improvisado preparado por nosotros, con las plantas que riego con amor; en fin, disfrutando de las pequeñas cosas que las angustias cotidianas impiden que reparemos en esos regalos divinos y gratuitos.
Este 31 de diciembre me atrapó sin muchas ilusiones y esperanzas por este mundo convulsionado que está atrapado inmisericordemente de intereses económicos y políticos, olvidando el futuro y negando la vida. Ya lo he dicho: apuesto a la esperanza, sigo defendiendo la utopía de un mundo mejor, pero… ¡Qué difícil es aferrarse a ellas!
A veces pienso que mis lágrimas se secaron. Ya no puedo llorar por esta humanidad que desde el inicio de los tiempos se ha embarcado en la guerra; que la inteligencia humana sea empleada en mejores formas de matar; que en nombre del beneficio económico y la acumulación desmedida, existan personas capaces de pisotear, destruir a otros seres humanos. Se ha desgarrado la utopía. En nombre de una supuesta sociedad igualitaria se inmolaron muchas vidas; sin embargo, el resultado es penoso y doloroso. Necesito nuevas ideas y esperanzas para creer en esta humanidad.
Y mientras escribo, los pinos siguen danzando al compás de la brisa que anuncia a todas luces que estamos en Navidad.
Estoy cansada de las frases manidas de esta época. De la hipocresía colectiva, de los deseos vacíos, de los abrazos obligados, de las sonrisas construidas, de la hermandad falsa y del amor proclamado como un cumplimiento, porque se cumple y, por supuesto, se miente.
Llega el nuevo año. Comenzará a escribirse un nuevo trozo de la historia, de una historia que construimos todos. Solo pido en este año un poco de humanidad, de solidaridad y amor verdadero por el otro, el prójimo, el que está más próximo, e incluso al que no conocemos. ¿Acaso es mucho pedir?
Soy el Año Nuevo, vengo a ti puro e inmaculado; acabo de salir de las manos de Dios. Cada día es una perla de gran precio que te es concedida para que la ensartes en el hilo de plata de la vida. Una vez ensartada, ya no puede desenhebrarse jamás; queda allí como un testimonio inmortal de tu fe y de tu destreza. Debes fundir entonces, cada minuto, como eslabón dorado a la cadena eterna de las horas.
En tus manos te han sido entregados riqueza y poder para hacer de tu vida lo que quieras. Te doy, libremente y sin reservas, doce meses gloriosos de lluvia refrescante como una caricia y de luz de sol con fulgores de oro. Los días, para trabajar y recrearte en la belleza de las cosas; las noches, para que duermas con un sueño tranquilo. Todo lo que tengo te lo doy con amor que no puede definirse.
Todo lo que te pido es que no permitas que nadie profane tu fe ni oscurezca tu visión.[2]