Está un poco fuerte eso de que los médicos no acepten, pura y simplemente, que exista un reglamento para el Seguro Familiar con cláusulas que se les apliquen. Si es para que las reglas pesen sobre los otros actores, no tienen problema.
La ausencia de vocación para someterse a un mínimo régimen para que las cosas funcionen ha estado a la orden del día. Cada parte grita o patalea en el momento en que el proceso les pide ceder un poco. A eso habría que llamar, sin eufemismos, la expresión de que demasiado dominicanos se comportan como ingobernables.
Es un fiel testimonio de que hay demasiado gente que no es capaz de caminar en la misma dirección de los demás, en un concierto de voluntades para darle forma y eficiencia a algo tan elemental como la seguridad social. Los médicos no pueden alegar que no aceptan el reglamento simplemente por que ya la ley les instituyó uno particular. Es como si los periodistas, ingenieros y abogados exigieran inmunidad para sus actos fuera de las colegiaciones que los rigen. O como pretenden los norteamericanos: que ningún país del mundo pueda someter a sus soldados por desmanes aun cuando los cometan en territorios de otras soberanías.
Críticas desequilibradas
Ha sido injusto que voces de la oposición y empeñosos articulistas se hayan lanzado con tanta cerrazón a presentar el desastre de la tormenta como testimonio absoluto de que el gobierno se descuidó.
La prueba de que, al menos, las autoridades de Meteorología previeron los peligros de inundaciones para zonas bajas está registrada por la prensa desde el domingo pasado, cuando el fenómeno solo llegaba a la categoría de depresión tropical.
Hay que preguntare a los que exageradamente quieren echarle toda la cuaba al gobierno, en qué momento de la historia dominicana los ciudadanos situados en lugares vulnerables a la furia de la naturaleza han reaccionado a los llamados de precaución, saliendo como mansos corderitos hacia lugares seguros antes de haber visto que efectivamente el mundo se está acabando.
La Iglesia hizo bien en enmendarles la plana a los que ruidosamente, pero con poco fundamento, recurren a críticas desaforadas. Entre esos críticos figuran algunos que fueron testigos de excepción o actores en catástrofes de otro tipo que estallaron en el pasado reciente, bajo otro gobierno, y que acentuaron indiscriminadamente el sufrimiento de la nación dominicana. Entonces no solo faltó presteza para impedir el descalabro, sino que hubo ausencia previa de rigores y control.
El huevo y la piedra
Las autoridades pudieran hacer mucho contra las alzas abusivas, especulativas y con acaparamiento, de productos de primera necesidad, pero no acosando a los comerciantes chicos. En este país, los precios los deciden e imponen los grandes, mediante concertaciones de aposento.
El primer escalón de subida se da a niveles de industriales, importadores y distribuidores de envergadura. En algunos casos graves, los aumentos hasta se deciden fuera del país, como se dice que ha ocurrido con ciertos materiales de construcción, encarecidos recientemente en función de políticas de multinacionales orientadas a incrementar despiadadamente las utilidades a costa de economías débiles como la dominicana. El funcionario o gobernante dispuesto a romper el círculo de acero que rodea de inmunidad a los pejes grandes parece que no ha nacido todavía. A la regla del salami no escapa nada en este país. Hablamos de la norma que impone que el delito de robar es sancionable con rigor solo a partir de un parámetro de embutidos. Aquí siempre se ha considerado más ladrón al que se lleva un salchichón entre las uñas, que al que se apodera de millones bajo el manto de apariencias de legalidad o bajo fraude comprobado. Aunque el manto del engaño desaparezca, la impunidad sigue.